Una tarde de invierno estaba yo, como de costumbre, cumpliendo con
mi tarea. Hacía frío y era de noche... De pronto, oí a lo lejos el sonido
armonioso de un instrumento musical. Entonces me imaginé un salón muy
iluminado, todo resplandeciente de dorados; unas jóvenes elegantemente vestidas
se hacían unas a otras toda suerte de cumplidos y de cortesías mundanas. Luego
mi mirada se posó sobre la pobre enferma a la que estaba sosteniendo: en vez de
una melodía, escuchaba de tanto en tanto sus gemidos lastimeros; en vez de
dorados, veía los ladrillos de nuestro austero claustro apenas alumbrado por
una débil luz. No puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo que sí sé es que el
Señor la iluminó con los rayos de la verdad, que excedían de tal forma el
brillo tenebroso de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi
felicidad... No, no cambiaría los diez minutos que me llevó realizar mi humilde
servicio de caridad por gozar mil años de fiestas mundanas... Si ya en el
sufrimiento y en medio de la lucha es posible disfrutar por un instante de una
dicha que excede a todas las alegrías de la tierra, sólo con pensar que Dios
nos ha sacado del mundo, ¡qué será en el cielo cuando, abismadas en un júbilo y
en un descanso eternos, veamos la gracia incomparable que el Señor nos ha
concedido al elegirnos para habitar en su casa, verdadero pórtico del cielo...!
SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS
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