Aceptar
mi cruz me abre a servir, me lleva a salir de mi angustia y ansiedad
Jesús me pide que lo siga con todo lo
que llevo ahora en el alma: “Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede
ser discípulo mío”. Me pide que aprenda a llevar la cruz entre mis manos.
No lo entiendo. ¿No es posible dejar la cruz a un lado? ¿No habrá otros más
capaces de llevar la cruz que ahora me duele?
Miro la cruz que me pesa. ¿Pesan todas
las cruces? Miro el dolor que me provoca que no salgan adelante mis planes, lo
que yo más deseo, mi camino trazado en mi mente, en mi alma. Ya decía Antoine
de Saint-Exupéry:
“Guárdame de la ingenua creencia de que
en la vida todo debe salir bien. No me des lo que yo pido, sino lo que
necesito. En tus manos me entrego”.
Me detengo ante un olivo, en un huerto.
Miro la cruz en mi espalda, entre mis dedos. Esa cruz que a mí me pesa. Miro al
cielo y grito: “¿No es posible que pase de mí este cáliz?”.
Miro a Jesús buscando respuestas y algo
de consuelo. ¿No es posible? El dolor de la cruz me duele tanto… Es mi
cruz. No sé si es más pesada que otras, no lo sé, no me importa. Tal vez me la
invento y no es una cruz tan terrible. O simplemente es la frustración de mis
deseos lo que más me duele.
¿Estoy dispuesto a beber de ese cáliz?
No lo sé. Me dan miedo la muerte, la enfermedad, la partida. Me da miedo
sufrir innecesariamente. ¿Qué sentido tiene el sufrimiento que toco en
tantas almas?
¿No podría pasar de largo el cáliz?
Es lo que deseo en el fondo del alma. La plenitud aquí y ahora. Es
cuando lo deseo. Dejo la cruz a un lado. Porque duele entre mis dedos. Y el
alma llora.
Dejo mi cruz, la que ahora acaricio
deseando perderla de vista. Que otro la coja en mi lugar. Que no sea yo el
que llore y sufra.
Hoy miro a Jesús en medio de mi huerto,
junto a un olivo: “Pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.
Duelen estas palabras al estallar en mi garganta.
¿Seré capaz de cargar con la cruz que
pesa? ¿Podré beber el cáliz? Que se haga su voluntad. Y que su querer sea el
mío. Que su sentimiento sea mi sentimiento. Su forma de mirar la mía. Su manera
de vivir, de entregar la vida.
Parece tan sencillo sobre el frío papel
que recoge estas letras… Tan fácil hablar de unión de voluntades. La suya y la
mía, un solo querer. Pero siento el dolor de la cruz que pesa en mis entrañas.
¿Cómo voy a seguir a Jesús cargando con la cruz de mi vida?
Cada uno tiene su cruz. La mía pesa el
peso que puedo llevar. Sé que mi vida está crucificada. Todas las vidas tienen su cruz. Y
Jesús se adapta a la forma de mi cruz, a la madera blanda de mi alma.
Se adapta para estar en mí crucificado,
sosteniendo con sus fuerzas el peso del madero. En mi propio dolor, en mi
debilidad que pesa Jesús hace que mi yugo sea suave y mi carga llevadera.
Sí, ahí donde duele esa cruz que cargo,
Jesús se une a mí. Su corazón en mi corazón. Mi corazón en el suyo.
Me detengo a contemplar la cruz concreta
que hoy me pesa. ¿Qué nombre tiene? Hoy lo pronuncio con voz queda ante
Jesús crucificado. Jesús conoce muy bien todo lo que me duele. Sabe tan bien
como yo cuáles son mis penas y amarguras.
Él está en mí crucificado y me da
esperanza en medio de la dureza del camino. No puedo ser discípulo suyo si no
cargo con la cruz. Porque tengo la cruz pegada a la piel. Forma parte de mi
historia, de mi alma, de mi forma de ser.
No me entiendo sin estar crucificado.
Porque sólo desde la cruz salvo mi vida. Sólo desde la aceptación de mi
realidad como es. Con sus límites, con sus carencias.
Si no sigo los pasos de Jesús cargando
con mi madero, no puedo ser discípulo suyo. Eso lo he aprendido. Desde la
aceptación crezco.
Para poder abrirme a otros y servirlos
con humildad tengo que aceptar mi sufrimiento, mi herida, mi cruz:
“Una vez que el sufrimiento es
aceptado y comprendido y no es necesaria la negación puede convertirse en un
servidor que cura desde sus heridas”.
Desde la negación de mi vida tal y como
es sólo puedo vivir amargado. Por eso no quiero renegar de mi
historia, de mi pasado, de mi presente, de mi futuro.
No reniego de todo lo que me duele y
pesa ahora mismo. El dolor también forma parte de mí. Soy yo parte de la
cruz y la cruz es parte de mí. Así como una enfermedad es parte de mi vida, no
es algo ajeno a lo que yo soy.
Pero esa cruz no me condiciona, no me
limita, no me aleja de los demás. Aceptar la cruz me abre a servir, me lleva a
salir de mi angustia y ansiedad. Es eso lo que me quiere decir Jesús
cuando me pide que le siga cargando con mi cruz.
Él sabe que con Él todo es más
liviano. Los problemas son más fáciles de resolver. Y el peso de mis
pesares es más llevadero.
En Él tienen sentido esos pasos que
parecen conducir a ninguna parte. Aunque tenga que vivir sin entenderlo todo,
eso no importa. Mi cruz configura mi alma para siempre. Da forma a mi rostro, a
mi cuerpo, a mi alma.
Si quiero negar lo que no me gusta de mí
acabo prescindiendo de lo que soy, negando lo que hay en mí de verdadero.
Para ser discípulo de Jesús sólo me queda coger mi vida en mis manos y
besarla como un niño confiado.
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