Habla,
Señor, y no dejes nunca de silabear,
aunque tus
Palabras nos resulten duras,
o, después
de escucharlas,
sigamos en
las nuestras sin hacerles caso.
¡Habla,
Señor, aunque nos confundas!
Porque la
fe que no es exigente,
corre el
riesgo de convertirse en merengue
que
adorna, pero sin masa que alimenta.
Porque la
fe que no provoca,
es dulce
al paladar, pero sin trascendencia en la vida.
¡Habla,
Señor!
Y haznos
más crédulos y más confiados,
menos
previsores y más críticos con nosotros mismos,
más
exigentes con nuestra vida,
y más
compresivos con las actuaciones de los demás.
¡Habla,
Señor!
Aunque tu
Palabra nos desconcierte,
aunque
busquemos mil excusas para alejarnos de Ti,
aunque nos
agarremos a mil justificaciones,
para
alejarnos de la gran familia de la Iglesia.
¡Habla,
Señor, y no dejes nunca de hacerlo!
Y, si en
verdad, ves que corremos el riesgo
de dejarlo
todo, míranos con ojos de hermano,
tócanos
con tu mano poderosa,
aliéntanos
con el Espíritu Santo,
y sácianos
con el gusto
y el
encanto de la Eucaristía.
Amén.
P. Javier
Leoz
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