¿Y
cómo puede Dios, siendo infinitamente misericordioso, castigar con tanto rigor
a los pecadores, condenándoles a las terribles penas del infierno?
Dios
es infinitamente misericordioso, pero también es infinitamente justo. Y la
justicia exige que las almas sean juzgadas de acuerdo con la forma en que han
elegido seguir esta vida. Cuando alguien se condena, es siempre por culpa suya:
se condena porque se empeña, ocultándose detrás de múltiples excusas y
justificaciones, en no tomar esa mano que Dios le tiende. No es tanto Dios
quien rechaza al hombre como el hombre quien rechaza a Dios.
—De
todas formas, he escuchado tantos relatos curiosos de las penas del infierno
que me parecen casi ridículos... ¿No es una explicación un poco infantil?
Por
fortuna, el dogma católico no tiene por qué coincidir siempre con las
ocurrencias de cada orador, y quizá no hayas tenido mucha suerte con los que tú
has escuchado. Pero lo que la Iglesia dice es que las almas de los que mueren
en estado de pecado mortal sufrirán un castigo que no tendrá fin. Morir en
pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios,
significa la autoexclusión voluntaria y definitiva del premio del cielo. Y
puesto que no sabemos ni el día ni la hora en que habremos de rendir cuentas a
Dios, todo esto es un llamamiento a la responsabilidad con que usamos nuestra
libertad en relación al destino eterno.
—Pero
que un castigo sea eterno, podría no ser justo...
No
hay que preocuparse por eso, puesto que Dios es justo. Dios no predestina a
nadie a ir al infierno. No descarga sobre un hombre ese golpe fatal sin haberle
puesto a la vista la vida y la muerte, sin haberle dejado la elección, sin
haberle ofrecido mil veces la mano para apartarse del borde del precipicio. Si
el hombre se esfuerza, con un esfuerzo serio y eficaz, por alcanzar su
salvación eterna, no ha de tener miedo a la muerte, porque Dios no está
esperando un descuido para cazarle en un renuncio.
—¿Y
qué explicación das al hecho de que haya tantos creyentes a los que la amenaza
del infierno no les hace cambiar de vida?
Es
un antiguo problema. Algo parecido a lo que sucede a un estudiante perezoso que
no se decide a ponerse a estudiar porque todavía le queda tiempo. Imagínatelo
en el calor de principios de junio, cuando el día del examen está allá lejos, a
finales de mes. Sabe perfectamente que cada vez le va a costar más enderezar la
situación, pero se deja arrastrar por la pereza. La gran diferencia, en el caso
de la muerte, es que se trata de un examen cuya fecha no se avisa y que no
tiene segunda convocatoria.
O
parecido al médico que conoce perfectamente las consecuencias de sus
"excesos", pero todo su saber, si no cuenta con la debida fuerza de voluntad,
es débil frente a esa seducción y no le hace abandonar esos errores.
A
lo largo de los siglos, ha habido muchos hombres que han llegado a sacrificar
la hacienda, el honor, la salud, incluso la vida, por la satisfacción de un
momento. ¿Por qué? Es sencillo. El placer halaga el presente y en cambio los
males están distantes, y el hombre se hace la ilusión de que ya logrará luego
de algún modo evitarlos.
Y
a lo mejor lo hace sin siquiera perder sus antiguas convicciones. Solo las pone
un poco a un lado. Quizá por eso algunos se ponen nerviosos al oír hablar de la
muerte. Igual que sucede al estudiante de nuestro ejemplo cuando oye hablar de
los exámenes, o al médico al pensar en las consecuencias de sus
"excesos", pues en ambos casos la hora de la verdad se acerca
inexorablemente.
En
definitiva, habrá un juicio, en el que se hará justicia, y eso puede producir
un sano sentimiento de intranquilidad, que nos haga sopesar lo que hacemos bien
y mal, que nos lleve a ser conscientes de que hemos de presentarnos a un
tribunal. Esto no es un mensaje de amenaza, sino una llamada a nuestra
responsabilidad para no malgastar la vida, para no obrar mal, para hacer todo
el bien que podamos.
Alfonso
Aguiló
www.interrogantes.nethttp://www.fluvium.org/textos/etica/eti981.htm
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