«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó». Cristo... no dijo «alguien bajaba» sino «un hombre bajaba», porque el pasaje se refiere a toda la humanidad. Ésta, después de la falta de Adán, abandonó la mansión elevada, pacífica, sin sufrimiento y maravillosa del paraíso, al que, con todo derecho, se le da el nombre de Jerusalén –nombre que significa «la Paz de Dios»- y bajó a Jericó, país con altos y bajos y con un calor asfixiante. Jericó es la vida febril de este mundo, y que nos separa de Dios... Una vez que la humanidad se desvió del buen camino de esta vida..., la tropa de demonios salvajes la atacó como una banda de malhechores. La despojaron de los vestidos de la perfección, sin dejarle ninguna señal de la fuerza del alma, ni de la pureza, ni de la justicia, ni de la prudencia, ni nada de nada de lo que es propio de la imagen divina (Gn 1,26), sino que los diversos pecados la maltrataron con repetidos golpes, abatiéndola en fin, y dejándola medio muerta...
La Ley dada por Moisés ya pasó..., faltada de fuerza no llevó a la humanidad a una completa sanación, no levantó a la que yacía... Porque la Ley ofrecía unos sacrificios y unas ofrendas «que no pueden nunca hacer perfectos a los que se acercan a ofrecerlas» porque «es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados» (Hb 1,1.4)...
Y al fin pasó un Samaritano. Cristo se da expresamente a sí mismo el nombre de Samaritano. Porque... es él mismo el que ha venido dando cumplimiento al designio de la Ley y haciendo ver, a través de sus obras, «quién es el prójimo» y en qué consiste eso de «amar a los otros como a sí mismo».
San Severo de Antioquia (c. 465-538)
obispo
Homilía 89 evangelizo.org
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