Si todas las almas que pueblan el Cielo lucen el ropaje de la santidad, entre ellas, en un lugar especial de ese paraíso, habitan aquellas que encontraron la muerte cuando su alma y corazón no hicieron nada por conocer el pecado.
Son aquellos que lucen, en su corona de santidad, los emblemas de la inocencia y, en algunos casos, del martirio.
Fueron vidas vírgenes cuya experiencia se limitó a la que vivieron en el vientre materno o a saborear tan escaso tiempo, que el brillo de su bautismo aún no se había manchado.
Desde ese privilegiado lugar que ocupan en el Cielo, nos muestran sus blancas almas como espejo en el que las nuestras se miren y recordemos cómo eran antes de que las rozara el pecado.
No os vino la muerte como castigo, pues ningún mal hicisteis; no os dio tiempo a ofrecer a Dios ninguna obra, pero vuestra inocencia era tan agradable a los ojos divinos que robasteis el corazón de Dios y os llevó al Cielo.
Y si fueron otros quienes os robaron la vida, entonces, será vuestra inocencia quien resuene en la conciencia de quienes os hurtaron la existencia, o será vuestra santidad quien consuele a aquellos que, sin quererlo, os perdieron.
“Santos e inocentes”: ruego a Dios que esa sea la sentencia que salga de sus labios cuando ante Él nos presentemos.
Hasta entonces, Santos Inocentes, rogad por nosotros.
Madrid, España
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