¡Dios te salve, Reina del cielo y de la tierra, Madre y Señora de Loreto!
Hoy queremos evocar aquel primer Viernes Santo, en el que subiste con Cristo al Calvario, estuviste de pie, junto a su Cruz, recogiste su testamento y quedaste sumida en la más amarga soledad.
Eres Madre y Señora de Loreto la fiel discípula de Jesucristo, le seguiste a todas partes, hasta el momento supremo de la Cruz, acompañada de los pocos discípulos fieles.
La Virgen orante, oyente y oferente. Oraste en Caná de Galilea, al traspasar tu alma de dolor la necesidad de aquellos esposos. Oíste siempre a Jesús, y tan perfectamente que Él nos dijo “Bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen”. Ofreciste tu Hijo al Padre y con Él te ofreciste como Corredentora de nuestras almas.
Te saludamos, Madre de Dios, siempre Virgen, Inmaculada y Asunta al cielo, Dogmas marianos que confesamos públicamente y por cuya defensa estamos dispuestos hasta derramar nuestra sangre.
Te invocamos como nuestra Auxiliadora, Abogada, Remedio, Socorro, Medianera, Corredentora, nuestro Modelo, Signo de Esperanza y de Alegría, nuestro Consuelo, Madre de la Iglesia, Madre Dolorosa, Nuestra Señora y Señora Nuestra.
Enséñanos a ser verdaderos Hijos de Dios e Hijos tuyos y fervientes cristianos, que demos testimonio del Evangelio en nuestros ambientes y en nuestro mundo, viviendo con entusiasmo y alegría nuestros compromisos bautismales.
Queremos ser tuyos, todo tuyos y siempre tuyos.
Te pedimos “Tú que nos sonreíste en la suave mañana de nuestra vida, vuelve, Madre a sonreírnos ahora”, en este “ahora” en que vivimos azotados por el mundo y por el maligno.
“Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos”. Mira con ternura a nuestros hermanos, a nuestras familias, a nuestras Parroquias, a nuestra Diócesis. Defiende la inocencia de los niños, fortalece las ilusiones de los jóvenes, aumenta la esperanza de los mayores.
Y si algún día, nos olvidamos de Ti, Pastora Divina de nuestras almas, sal al encuentro de la oveja perdida, llénala del Rocío de tu mirada y tráela al redil de Cristo, en el que queremos vivir y morir, ¡Oh Clemente, Oh Piadosa, Oh Dulce Virgen y Señora de Loreto! Amén.
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