Cuanto amor, cuanta ternura y delicadeza, seguramente días antes de partir en esa numerosa, desafiante y peligrosa caravana hasta Belén, donde el edicto de un emperador parecía cambiarlo todo a los ojos de los poderosos.
Jose de rodillas sabiendo que estaba ante el misterio, con sus manos que seguramente tantas veces acariciaron a María, sobre el vientre, ese vientre que rápidamente entendió que era bendito, parece que esa manos de artesanos estaban sosteniendo y custodiando la obra de Dios, la justicia de la que tanto había orado, con sus ojos cerrados y un oído puesto en aquella barriga, quizás el niño ya hacia de las suyas para comunicarse con su padre adoptivo.
Sin darse cuenta el primer adorador, ante el primer sagrario que fue María, ante el verbo que se hizo carne.
Maria sin el velo, por que ante Dios y José no había secretos ni velo, con su mirada tierna, observando aquel misterio, quizás imaginando como iba a ser aquel pequeñito, sosteniendo las manos de su amado como señal de tranquilidad pero como haciéndolo parte de aquel bendito momento, ella sabía que estando José nada había que temer, de píe como sosteniendo aquel fruto bendito, de pie como aquella madre que nunca se rinde, quizás ya guardando esas cosas en su corazón, cantando aquel magnificat o repitiendo ese sí que cambió la historia.
Cuanta ansiedad, cuanto desvelo, aquel a quien las generaciones habían anunciado: El Mesías, el Salvador ya estaba en camino, ellos eran aquellos instrumentos.
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