Hoy la liturgia nos recuerda algo esencial: nada, absolutamente nada, puede separarnos del amor de Cristo. Pero también nos muestra el dolor de un Dios que ama y no es correspondido. Un hilo para meditar este jueves
1 San Pablo (Rom 8,31-39) nos lanza una pregunta que desarma:
“¿Quién nos separará del amor de Cristo?”
Ni la muerte, ni la angustia, ni el pecado, ni el miedo.
Ese amor no es un sentimiento: es una Persona que dio la vida por ti.
2 Si Dios ha entregado a su propio Hijo por nosotros, ¿cómo dudar de su misericordia?
El cristiano no vive desde el miedo, sino desde la confianza.
Por eso, incluso cuando todo parece perdido, puede decir: “Si Dios está conmigo, ¿quién contra mí?”
3 El Evangelio (Lc 13,31-35) nos muestra el rostro de ese amor que no se rinde.
Jesús sabe que lo quieren matar, y aun así continúa su camino.
No se esconde, no huye. Ama hasta el final.
El amor verdadero no calcula el riesgo: se entrega.
4 “¡Jerusalén, Jerusalén! Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos…”
Qué imagen tan tierna y tan triste.
El Corazón de Cristo, abierto y maternal, sigue queriendo reunirnos bajo sus alas, pero muchas veces —como Jerusalén— no queremos.
5 Dios no se cansa. Nosotros sí.
Él sigue buscándonos cada día en la oración, en la Eucaristía, en una palabra que nos toca el alma.
Y espera ese momento en que, al fin, podamos decir:
“¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”
6 Nada puede separarte del amor de Cristo… salvo tú mismo.
No por tus caídas, sino si te niegas a dejarte amar.
Hoy pídele al Señor la gracia de dejarte querer, incluso en lo que no entiendes, incluso en tus heridas.
“Él se pone a la derecha del pobre, para salvar su vida de los que lo condenan” (Sal 108).
No temas.
Dios está contigo, incluso cuando tú no estás contigo mismo.

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