¡Qué humildad, la de mi Madre Santa María! –No la veréis entre las
palmas de Jerusalén, ni –fuera de las primicias de Caná– a la hora de los
grandes milagros. Pero no huye del desprecio del Gólgota: allí está, “juxta
crucem Jesé” —junto a la cruz de Jesús, su Madre. (Camino, 507)
Esa ha sido siempre la fe segura. Contra los que la negaron, el Concilio de Efeso proclamó que si alguno no confiesa que el Emmanuel es verdaderamente Dios, y que por eso la Santísima Virgen es Madre de Dios, puesto que engendró según la carne al Verbo de Dios encarnado, sea anatema (...).
La Trinidad
Santísima, al haber elegido a María como Madre de Cristo, Hombre como nosotros,
nos ha puesto a cada uno bajo su manto maternal. Es Madre de Dios y Madre
nuestra.
La Maternidad divina
de María es la raíz de todas las perfecciones y privilegios que la adornan. Por
ese título, fue concebida inmaculada y está llena de gracia, es siempre virgen,
subió en cuerpo y alma a los cielos, ha sido coronada como Reina de la creación
entera, por encima de los ángeles y de los santos. Más que Ella, sólo Dios. La Santísima Virgen, por ser Madre de
Dios, posee una dignidad en cierto modo infinita, del bien infinito que es Dios.
No hay peligro de exagerar. Nunca profundizaremos bastante en este misterio
inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta
familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima.
Éramos pecadores y
enemigos de Dios. La Redención no sólo nos libra del pecado y nos reconcilia
con el Señor: nos convierte en hijos, nos entrega una Madre, la misma que
engendró al Verbo, según la Humanidad. ¿Cabe más derroche, más exceso de amor? (Amigos de Dios, nn. 275-276)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por dejar tu comentario, me alegra el alma