Nunca compartiré la opinión -aunque la respeto- de los que separan
la oración de la vida activa, como si fueran incompatibles. Los hijos de Dios
hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la
muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con
el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se
quiere con locura. (Forja, 738)
No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas
realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta
a la voluntad de Dios.
Por el contrario, debéis comprender ahora –con una nueva claridad–
que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales,
seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital,
en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el
campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios
nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las
situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir.
Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que
venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la
vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces
y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación
con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar,
profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.
¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no
podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única
vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en
el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las
cosas más visibles y materiales.
No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida
ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que
necesita nuestra época devolver –a la materia y a las situaciones que parecen
más vulgares– su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de
Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro
continuo con Jesucristo. (Conversaciones con Mons. Josemaría Escrivá, n. 114)
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