Cuando el Ángel llegó a saludarla y le trajo la feliz y dichosa
noticia de la encarnación de la Palabra de Dios en sus entrañas santas y
castas, Nuestra Señora estaba sola en su habitación. ¿Acaso las religiosas no
hacen otra cosa que quedarse en sus habitaciones? Pero, no satisfechas con
esto, se recogen en su interior para permanecer todavía más solas y de esa
manera ser más capaces de disfrutar la conversación con el Esposo. Se retiran
al fondo de sus corazones como en un armario celestial donde viven en soledad.
Pero, por mucho que te escondas, los ángeles te encontrarán. ¿No ves que
Nuestra Señora, estando sola, fue encontrada por san Gabriel?
Las vírgenes y las consagradas no están nunca tan satisfechas como
cuando están solas para contemplar cómodamente la belleza del amante celestial.
Entonces, se recogen en sí mismas porque todo su afán reside en esta belleza
interior y, para preservarla y aumentarla, siempre están atentas a fin de
evitar todo lo que podría empañarla o privarla de su condición esencial.
La belleza de la hija de Sion está en su interior —dice el
salmista— porque sabe muy bien que solo el Esposo divino mira el interior,
mientras que los hombres solo ven el exterior. De ahí viene que en la vida
religiosa recomendemos el ejercicio de la presencia de Dios, que es de una
utilidad incomparable. Vemos la prueba de esto en que Nuestra Señora,
practicando y permaneciendo retirada, mereció al mismo tiempo ser elegida para
ser la Madre de Dios.
San Francisco de Sales, sermón del 25 de marzo de 1621 en la festividad de la Anunciación.
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