¡Cuántas veces hemos tenido que exclamar quizás: “¡Dios me ha
abandonado!”, porque en el colmo del sufrimiento y la angustia, nos ha parecido
que Dios nos dejó de su mano, que Él ya no se ocupaba de nosotros y de nuestras
cosas!
Pero ya Jesús nos ha dicho en su Evangelio que ni siquiera un
pajarito cae a tierra sin el consentimiento del Padre eterno, y que todos
nuestros cabellos están contados por Dios. De esta manera el Señor nos quería
indicar que Dios JAMÁS nos abandona, JAMÁS nos deja solos y a la deriva. Y si
alguna vez nos sucede como le sucedió a Cristo en la Cruz, que llegó a
exclamar: “Dios mío, Dios, mío, ¿por qué me has abandonado?”, es porque en el
extremo del dolor nos hemos sentido desamparados y solos, y nos parecía que Dios
no estaba con nosotros.
Ya la Sagrada Escritura nos dice que una madre nunca se olvida de
su criatura. Y que aunque una madre llegue a olvidarse de su criatura, el Señor
no se olvidará más de sus hijos.
Lo que sucede es que a veces tenemos que pasar por esa oscuridad
para experimentar lo que es el Infierno, la separación de Dios, ya que de ese
modo nos hacemos solidarios con los pecadores, y expiamos por ellos, para que
se conviertan y se salven. También llegamos a comprender lo que sienten
nuestros hermanos desesperados, porque llegamos a saborear la desesperación en
este mundo, y así entendemos a quienes están en ese estado.
Dios no nos abandona, aunque a veces pueda parecernos que sí lo
hace. Él tiene en cuenta el menor suspiro que exhalamos, la más pequeña lágrima
que derramamos, el mínimo dolor que padecemos y cómo lo padecemos y por quién
sufrimos, para darnos el premio cuando suene la hora de Dios, la hora de
nuestro triunfo junto al Señor.
Así que sabiendo de antemano estas cosas, hagamos el propósito, en
adelante, de no dudar ya de que Dios vela por nosotros, vela por quienes
amamos, y por todas sus criaturas.
Recordemos también que el dolor es redentor, y que quien no quiere
sufrir, es como quien se niega a alimentarse y a crecer espiritualmente, pues
las gracias se obtienen mediante el sufrimiento, el padecimiento, y si no
queremos sufrir, entonces quedaremos raquíticos en la vida del alma, y no
aprenderemos la ciencia de la vida, la sabiduría de la santidad. No otro camino
eligieron Jesús, María y los Santos, sino el camino regio del sufrimiento. Así
que si debemos pasar por algunas pruebas, incluso por grandes pruebas, no nos
descorazonemos que Dios ve, nos ayuda para que las superemos con valentía, y el
premio que nos espera es de tal envergadura que no podremos creerlo cuando nos
lo otorgue Dios, una parte en este mundo, y el resto en el Cielo, donde
gozaremos ya para siempre de la Felicidad con mayúscula prometida a quienes han
pasado en la tierra por la gran tribulación de la vida.
¡Ánimo y adelante! que, como dice el Apóstol: “En Dios vivimos, nos
movemos y existimos”, y si Dios dejara de pensar en nosotros aunque sea un solo
instante, volveríamos a la nada. De modo que si seguimos viviendo, continuamos
existiendo, es porque Dios nos sostiene en la existencia por amor. Confiemos en
Él entonces, y sin miedo, vayamos por la conquista del Premio.