Mensaje sobre la oración
PEDIR
A LAS ALMAS DEL PURGATORIO Y POR LAS ALMAS DEL PURGATORIO. Discuten los
teólogos si es conveniente encomendamos a las almas del purgatorio.
Sostienen que aquellas almas no pueden rogar por nosotros, y se apoyan
en la autoridad de Santo Tomás, el cual dice que aquellas almas por
estar en estado de purificación son inferiores a nosotros y por tanto no
están en condiciones de rogar, sino que más bien necesitan que los
demás rueguen por ellas. Mas otros muchos doctores, entre los cuales
podemos citar a San Belarmino, SyIvio, cardenal de Gotti, Lession,
Medina ..., sostienen lo contrario y con mayor probabilidad de razón,
pues afirman que puede creerse piadosamente que el Señor les revela
nuestras oraciones para que aquellas almas benditas rueguen por nosotros
y de esta suerte hay entre ellas y nosotros más íntima comunicación de
caridad. Nosotros rezamos por ellas, ellas rezan por nosotros.
Y
dicen muy bien Sylvio y Gotti que no parece que sea argumento en contra
la razón que aduce el Angélico Santo Tomás de que las almas están en
estado de purificación; porque una cosa es estar en estado de
purificación y otra muy distinta el poder rogar. Verdad es que, aquellas
almas no están en estado de rogar, pues, como dice Santo Tomás, por
hallarse bajo el castigo de Dios son inferiores a nosotros, y así parece
que lo más propio es que nosotros recemos por ellas, ya que se hallan
más necesitadas; sin embargo aun en ese estado bien pueden rezar por
nosotros, porque son almas muy amigas de Dios. Un padre que ama
tiernamente a su hijo puede tenerlo encerrado en la cárcel por alguna
culpa que cometió, y parece que en ese estado él no puede rogar por sí
mismo, mas ¿por qué no podrá interceder por los demás? ¿Y por qué no
podrá esperar que alcanzará lo que pide, puesto que sabe el afecto
grande que el padre le tiene? De la misma manera, siendo las almas
benditas del purgatorio tan amigas de Dios y estando, como están,
confirmadas en gracia, parece que no hay razón ni impedimento que les
estorbe rezar por nosotros.
Cierto
es que la Iglesia no suele invocarlas e implorar su intercesión, ya que
ordinariamente ellas no conocen nuestras oraciones. Mas piadosamente
podemos creer, como arriba indicábamos, que el Señor les da a conocer
nuestras plegarias, y si es así, puesto que están tan llenas de caridad,
por seguro podemos tener que interceden por nosotros. De Santa Catalina
de Bolonia se lee que cuando deseaba alguna gracia recurría a las
ánimas benditas, y al punto era escuchada: y afirmaba que no pocas
gracias que por la intercesión de los Santos no había alcanzado, las
había obtenido por medio de las ánimas benditas. Si, pues, deseamos
nosotros la ayuda de sus oraciones, bueno será que procuremos nosotros
socorrerlas con nuestras oraciones y buenas obras.
Me
atrevo a decir que no tan sólo es bueno, sino que es también muy justo,
ya que es uno de los grandes deberes de todo cristiano. Exige la
caridad que socorramos a nuestros prójimos, cuando tienen necesidad de
nuestra ayuda y nosotros por nuestra parte no tenemos grave impedimento
en hacerlo. Pensemos que es cierto que aquellas ánimas benditas son
prójimos nuestros, pues aunque murieron y ya no están en la presente
vida, no por eso dejan de pertenecer, como nosotros, a la Comunión de
los Santos. Así lo afirma San Agustín con estas claras palabras: las
almas santas de los muertos no son separadas de la Iglesia.
Y
más claramente lo afirma Santo Tomás, el cual, tratando esta verdad,
dice que la caridad que debemos a los muertos que pasaron de esta vida a
la otra en gracia de Dios, no es más que la extensión de la misma
caridad que tenemos en este mundo a los vivos. La caridad, dice, que es
un vínculo de perfección y lazo de la Santa Iglesia, no solamente se
extiende a los vivos, sino también a los muertos que murieron en la
misma caridad. Por donde debemos concluir que debemos socorrer en la
medida de nuestras fuerzas a las ánimas benditas, como prójimos
nuestros, y pues su necesidad es mayor que la de los prójimos que
tenemos en esta vida, saquemos en consecuencia que mayor es la
obligación que tenemos de socorrerlas.
Porque,
en efecto, ¿en qué necesidad se hallan aquellas santas prisioneras? Es
verdad innegable que sus penas son inmensas. San Agustín no duda en
afirmar que el fuego que las atormenta es más cruel que todas las penas
que en este mundo nos pueden afligir. Lo mismo piensa Santo Tomás y
añade que su fuego es el mismo fuego del infierno. En el mismo fuego, en
que el condenado es atormentado, dice, es purificado el escogido.
Si
ésta es la pena de sentido, mucho mayor y más horrenda será la pena de
daño que consiste en la privación de la vista de Dios. Es que aquellas
almas esposas santas de Dios, no tan sólo por el amor natural que
sienten hacia el Señor, sino principalmente por el amor sobrenatural que
las consume, se sienten arrastradas hacia El, mas como no pueden
allegarse por las culpas que las retienen, sienten un dolor tan grande
que, si fueran capaces de morir, morirían de pena a cada momento. De tal
manera, dice San Juan Crisóstomo, que esta privación de la vista de
Dios las atormenta horriblemente más que la pena de sentido. Mil
infiernos de fuego, reunidos, dicen, no les causarían tanto dolor como
la sola pena de daño.
Y
es esto tan verdadero que aquellas almas, esposas del señor, con gusto
escogerían todas las penas antes que verse un solo momento privadas de
la vista y contemplación de Dios. Por eso se atreve a sostener el Doctor
Angélico que, las penas del purgatorio exceden todas las que en este
mundo podemos padecer. Dionisio el Cartujo refiere que un difunto,
resucitado por intercesión de San Jerónimo, dijo a San Cirilo de
Jerusalén que todos los tormentos de la presente vida comparados con la
pena menor del purgatorio, parecen delicias y descansos. Añadió que si
uno hubiera experimentado las penas del purgatorio, no dudaría en
escoger los dolores que todos los hombres juntos han padecido y
padecerán en este mundo hasta el juicio final, antes que padecer un día
solo la menor pena del purgatorio. Por eso escribía el mismo San Cirilo a
San Agustín, que las penas del purgatorio, en cuanto a su gravedad, son
lo mismo que las penas del infierno; en una sola cosa principalísima se
distinguen: en que no son eternas.
Son
por tanto espantosamente grandes las penas de las ánimas benditas del
purgatorio, y además ellas no pueden valerse por sí mismas. Lo decía el
Santo Job con aquellas palabras: Encadenadas están y amarradas con
cuerdas de pobreza. Reinas son y destinadas al reino eterno, pero no
podrán tomar posesión de él, y tendrán que gemir desterradas hasta que
queden totalmente purificadas. Sostienen algunos teólogos que pueden
ellas en parte mitigar sus tormentos con sus plegarias, pero de todos
modos no podrán nunca hallar en sí mismas los recursos suficientes y
tendrán que quedar entre aquellas cadenas hasta que no hayan pagado
cumplidamente a la justicia divina. Así lo decía un fraile cisterciense,
condenado al purgatorio, al hermano sacristán de su monasterio-.
Ayúdame, le suplicaba, con tus oraciones, que yo por mí nada puedo. Y
esto mismo parece repetir San Buenaventura con aquellas palabras: Tan
pobres son aquellas benditas ánimas, que por sí mismas no pueden pagar
sus deudas.
Lo
que sí es cierto y dogma de fe es que podemos socorrer con nuestros
sufragios y sobre todo con nuestras oraciones a aquellas almas santas.
La Iglesia alaba estas plegarias y ella misma va delante con su ejemplo.
Siendo esto así, no sé cómo puede excusarse de culpa aquel que pasa
mucho tiempo sin ayudarlas en algo, al menos con sus oraciones.
Si
a ello no nos mueve este deber de caridad, muévanos el saber el placer
grande que proporcionamos a Jesucristo, cuando vea que nos esforzamos en
romper las cadenas de aquellas sus amadas esposas para que vayan a
gozar de su amor en el cielo. Muévanos también el pensamiento de los
muchos méritos que por este medio adquirimos, puesto que hacemos un acto
de caridad tan grande con aquellas benditas ánimas; y bien seguros
podemos estar que ellas a su vez, agradecidas al bien que les hemos
procurado, sacándolas con nuestras oraciones de aquellas penas y
anticipándoles la hora de su entrada en el cielo, no dejarán de rogar
por nosotros cuando ya se hallen en medio en la bienaventuranza. Decía
el Señor. Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán
misericordia. Pues si el bondadoso galardonador promete misericordia a
los que tienen misericordia con sus prójimos, con mayor razón podrá
esperar su eterna salvación, aquel que procura socorrer a almas tan
santas, tan afligidas y tan queridas de Dios.
“El gran medio de la oración” - San Alfonso María de Ligorio.
Sitio Santísima Virgen
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