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lunes, 27 de julio de 2015

Pedir a las Benditas Almas.

Mensaje sobre la oración

PEDIR A LAS ALMAS DEL PURGATORIO Y POR LAS ALMAS DEL PURGATORIO. Discuten los teólogos si es conveniente encomendamos a las almas del purgatorio. Sostienen que aquellas almas no pueden rogar por nosotros, y se apoyan en la autoridad de Santo Tomás, el cual dice que aquellas almas por estar en estado de purificación son inferiores a nosotros y por tanto no están en condiciones de rogar, sino que más bien necesitan que los demás rueguen por ellas. Mas otros muchos doctores, entre los cuales podemos citar a San Belarmino, SyIvio, cardenal de Gotti, Lession, Medina ..., sostienen lo contrario y con mayor probabilidad de razón, pues afirman que puede creerse piadosamente que el Señor les revela nuestras oraciones para que aquellas almas benditas rueguen por nosotros y de esta suerte hay entre ellas y nosotros más íntima comunicación de caridad. Nosotros rezamos por ellas, ellas rezan por nosotros.
Y dicen muy bien Sylvio y Gotti que no parece que sea argumento en contra la razón que aduce el Angélico Santo Tomás de que las almas están en estado de purificación; porque una cosa es estar en estado de purificación y otra muy distinta el poder rogar. Verdad es que, aquellas almas no están en estado de rogar, pues, como dice Santo Tomás, por hallarse bajo el castigo de Dios son inferiores a nosotros, y así parece que lo más propio es que nosotros recemos por ellas, ya que se hallan más necesitadas; sin embargo aun en ese estado bien pueden rezar por nosotros, porque son almas muy amigas de Dios. Un padre que ama tiernamente a su hijo puede tenerlo encerrado en la cárcel por alguna culpa que cometió, y parece que en ese estado él no puede rogar por sí mismo, mas ¿por qué no podrá interceder por los demás? ¿Y por qué no podrá esperar que alcanzará lo que pide, puesto que sabe el afecto grande que el padre le tiene? De la misma manera, siendo las almas benditas del purgatorio tan amigas de Dios y estando, como están, confirmadas en gracia, parece que no hay razón ni impedimento que les estorbe rezar por nosotros.
Cierto es que la Iglesia no suele invocarlas e implorar su intercesión, ya que ordinariamente ellas no conocen nuestras oraciones. Mas piadosamente podemos creer, como arriba indicábamos, que el Señor les da a conocer nuestras plegarias, y si es así, puesto que están tan llenas de caridad, por seguro podemos tener que interceden por nosotros. De Santa Catalina de Bolonia se lee que cuando deseaba alguna gracia recurría a las ánimas benditas, y al punto era escuchada: y afirmaba que no pocas gracias que por la intercesión de los Santos no había alcanzado, las había obtenido por medio de las ánimas benditas. Si, pues, deseamos nosotros la ayuda de sus oraciones, bueno será que procuremos nosotros socorrerlas con nuestras oraciones y buenas obras.
Me atrevo a decir que no tan sólo es bueno, sino que es también muy justo, ya que es uno de los grandes deberes de todo cristiano. Exige la caridad que socorramos a nuestros prójimos, cuando tienen necesidad de nuestra ayuda y nosotros por nuestra parte no tenemos grave impedimento en hacerlo. Pensemos que es cierto que aquellas ánimas benditas son prójimos nuestros, pues aunque murieron y ya no están en la presente vida, no por eso dejan de pertenecer, como nosotros, a la Comunión de los Santos. Así lo afirma San Agustín con estas claras palabras: las almas santas de los muertos no son separadas de la Iglesia.
Y más claramente lo afirma Santo Tomás, el cual, tratando esta verdad, dice que la caridad que debemos a los muertos que pasaron de esta vida a la otra en gracia de Dios, no es más que la extensión de la misma caridad que tenemos en este mundo a los vivos. La caridad, dice, que es un vínculo de perfección y lazo de la Santa Iglesia, no solamente se extiende a los vivos, sino también a los muertos que murieron en la misma caridad. Por donde debemos concluir que debemos socorrer en la medida de nuestras fuerzas a las ánimas benditas, como prójimos nuestros, y pues su necesidad es mayor que la de los prójimos que tenemos en esta vida, saquemos en consecuencia que mayor es la obligación que tenemos de socorrerlas.
Porque, en efecto, ¿en qué necesidad se hallan aquellas santas prisioneras? Es verdad innegable que sus penas son inmensas. San Agustín no duda en afirmar que el fuego que las atormenta es más cruel que todas las penas que en este mundo nos pueden afligir. Lo mismo piensa Santo Tomás y añade que su fuego es el mismo fuego del infierno. En el mismo fuego, en que el condenado es atormentado, dice, es purificado el escogido.
Si ésta es la pena de sentido, mucho mayor y más horrenda será la pena de daño que consiste en la privación de la vista de Dios. Es que aquellas almas esposas santas de Dios, no tan sólo por el amor natural que sienten hacia el Señor, sino principalmente por el amor sobrenatural que las consume, se sienten arrastradas hacia El, mas como no pueden allegarse por las culpas que las retienen, sienten un dolor tan grande que, si fueran capaces de morir, morirían de pena a cada momento. De tal manera, dice San Juan Crisóstomo, que esta privación de la vista de Dios las atormenta horriblemente más que la pena de sentido. Mil infiernos de fuego, reunidos, dicen, no les causarían tanto dolor como la sola pena de daño.
Y es esto tan verdadero que aquellas almas, esposas del señor, con gusto escogerían todas las penas antes que verse un solo momento privadas de la vista y contemplación de Dios. Por eso se atreve a sostener el Doctor Angélico que, las penas del purgatorio exceden todas las que en este mundo podemos padecer. Dionisio el Cartujo refiere que un difunto, resucitado por intercesión de San Jerónimo, dijo a San Cirilo de Jerusalén que todos los tormentos de la presente vida comparados con la pena menor del purgatorio, parecen delicias y descansos. Añadió que si uno hubiera experimentado las penas del purgatorio, no dudaría en escoger los dolores que todos los hombres juntos han padecido y padecerán en este mundo hasta el juicio final, antes que padecer un día solo la menor pena del purgatorio. Por eso escribía el mismo San Cirilo a San Agustín, que las penas del purgatorio, en cuanto a su gravedad, son lo mismo que las penas del infierno; en una sola cosa principalísima se distinguen: en que no son eternas.
Son por tanto espantosamente grandes las penas de las ánimas benditas del purgatorio, y además ellas no pueden valerse por sí mismas. Lo decía el Santo Job con aquellas palabras: Encadenadas están y amarradas con cuerdas de pobreza. Reinas son y destinadas al reino eterno, pero no podrán tomar posesión de él, y tendrán que gemir desterradas hasta que queden totalmente purificadas. Sostienen algunos teólogos que pueden ellas en parte mitigar sus tormentos con sus plegarias, pero de todos modos no podrán nunca hallar en sí mismas los recursos suficientes y tendrán que quedar entre aquellas cadenas hasta que no hayan pagado cumplidamente a la justicia divina. Así lo decía un fraile cisterciense, condenado al purgatorio, al hermano sacristán de su monasterio-. Ayúdame, le suplicaba, con tus oraciones, que yo por mí nada puedo. Y esto mismo parece repetir San Buenaventura con aquellas palabras: Tan pobres son aquellas benditas ánimas, que por sí mismas no pueden pagar sus deudas.
Lo que sí es cierto y dogma de fe es que podemos socorrer con nuestros sufragios y sobre todo con nuestras oraciones a aquellas almas santas. La Iglesia alaba estas plegarias y ella misma va delante con su ejemplo. Siendo esto así, no sé cómo puede excusarse de culpa aquel que pasa mucho tiempo sin ayudarlas en algo, al menos con sus oraciones.
Si a ello no nos mueve este deber de caridad, muévanos el saber el placer grande que proporcionamos a Jesucristo, cuando vea que nos esforzamos en romper las cadenas de aquellas sus amadas esposas para que vayan a gozar de su amor en el cielo. Muévanos también el pensamiento de los muchos méritos que por este medio adquirimos, puesto que hacemos un acto de caridad tan grande con aquellas benditas ánimas; y bien seguros podemos estar que ellas a su vez, agradecidas al bien que les hemos procurado, sacándolas con nuestras oraciones de aquellas penas y anticipándoles la hora de su entrada en el cielo, no dejarán de rogar por nosotros cuando ya se hallen en medio en la bienaventuranza. Decía el Señor. Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. Pues si el bondadoso galardonador promete misericordia a los que tienen misericordia con sus prójimos, con mayor razón podrá esperar su eterna salvación, aquel que procura socorrer a almas tan santas, tan afligidas y tan queridas de Dios.
“El gran medio de la oración” - San Alfonso María de Ligorio.
Sitio Santísima Virgen

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