¡Cuántos héroes desconocidos hay en el mundo!
Padres que velan por sus hijos, que pasan las noches en vela en la guardia de
un hospital, con el alma en vilo por la salud de sus pequeños. Hijos que cuidan
a sus padres y familiares. ¡Y tantos, tantos otros héroes desconocidos, que son
del común de la gente y que la Tierra ni siquiera se percata que los tiene
sobre su superficie!
Pero para Dios no son desconocidos, pues cada lágrima, cada suspiro, cada lamento de ellos tiene peso en el corazón de Dios, que los cuenta, bendice, consuela y premia, si no en este mundo, sí en el venidero.
Pero para Dios no son desconocidos, pues cada lágrima, cada suspiro, cada lamento de ellos tiene peso en el corazón de Dios, que los cuenta, bendice, consuela y premia, si no en este mundo, sí en el venidero.
Que sepan estos héroes cotidianos que Dios los ve y se interesa por todo lo que les pasa. Que premiará sus desvelos y consolará sus angustias.
Es bueno que, de vez en cuando, nos llegue alguna enfermedad para que tengamos que ir al hospital, a la clínica para atendernos allí; porque así veremos todo el sufrimiento que hay en esos lugares, que mientras estamos sanos, no pensamos en ello; pero basta que caigamos enfermos para experimentar la compasión por tantas y tantas personas que sufren en los hospitales, en los sanatorios.
Visitar estos lugares es de gran provecho, casi tanto como visitar los cementerios, para comprobar lo que es el hombre, lo que es el mundo y lo frágil que es la vida humana, a la que tantas veces estamos desordenadamente apegados, y la que derrochamos muchas veces en pasatiempos inútiles o hasta pecaminosos.
Si vamos a estos lugares de padecimiento, como guardias de hospital, habitaciones de enfermos, descubriremos también otros héroes desconocidos, que son las personas que atienden a los que sufren: los médicos, enfermeros y demás. ¡Ay de los que se aprovechan de una situación penosa para sacar provecho!, porque si Dios tiene en cuenta cada lágrima de quien sufre, también lleva en cuenta las causas de ello. Y ¡ay de quien saca ventajas de las debilidades y dolores de los hermanos!
Es cosa terrible caer en las manos del Dios vivo habiendo hecho el mal, porque Dios nos hará mal por el mal que hayamos hecho, y bien por el bien que realizamos. Porque el Señor usa con nosotros la ley del talión: ojo por ojo y diente por diente. Y si a veces no exige de nosotros que paguemos todo lo que debemos por nuestros pecados, es porque Cristo ha pagado por nosotros gran parte de nuestra deuda con la Justicia divina.
Porque en definitiva lo que importa en nuestra vida es que la aprovechemos para hacernos de un corazón misericordioso, compasivo, capaz de conmoverse por el dolor ajeno, y ponernos al servicio de quien nos necesita, porque al socorrer a éste o a aquél hermano, estamos socorriendo al mismo Jesucristo presente en ellos.
Pensemos en estas cosas y, aunque estemos sanos y fuertes, no nos olvidemos de quienes “ahora mismo” están pasando por momentos de gran sufrimiento y angustia, para que recemos por ellos, les tendamos una mano si está en nuestro poder, y tomemos conciencia de que tenemos que aprovechar nuestra vida para hacer buenas obras y méritos, porque llegará el día de nuestra muerte y se terminará el plazo para merecer, y lo que hayamos hecho o dejado de hacer, quedará fijado para siempre.
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