El dolor está
presente en el mundo animal. Pero solamente el hombre, cuando sufre,
sabe que sufre, y se pregunta entonces por qué. Y sufre de
una manera más profunda cuando no encuentra para ese dolor
una respuesta satisfactoria. Es una pregunta difícil, casi
universal, que ha acompañado al hombre a lo largo de su vida
en todas las épocas y lugares, un enigma que se vincula de
modo inmediato al del sentido del mal. ¿Por qué el mal?
¿Por qué el mal en el mundo?
En la Antigüedad
era bastante corriente pensar que el sufrimiento se abatía
sobre el hombre como consecuencia de sus propios malos actos, como
castigo del propio pecado personal. Sin embargo, el mensaje cristiano
afirma que el sufrimiento es una realidad que está vinculada
al mal, y que este no puede separarse de la libertad humana, y, por
ella, del pecado original, del trasfondo pecaminoso de las acciones
personales de la historia del hombre.
En el sufrimiento
está como contenida una particular llamada a la virtud, a perseverar
soportando lo que molesta y causa dolor. Haciendo esto, el hombre
hace brotar la esperanza, que le mantiene en la convicción
de que el sufrimiento no prevalecerá sobre él. Y a medida
que busque y encuentre su sentido, hallará una respuesta. A
veces se requiere mucho tiempo hasta que esta respuesta comience a
ser interiormente perceptible, pero es cierto que el sufrimiento,
más que cualquier otra cosa, abre el camino a la transformación
de un alma.
En el sufrimiento
bien asumido se esconde una particular fuerza que acerca interiormente
al hombre a Dios, que le hace hallar como una nueva dimensión
de su vida. Un descubrimiento que es, por otra parte, como una confirmación
particular de la grandeza espiritual de una persona.
El sufrimiento
posee, a la luz de la fe, una elocuencia que no pueden captar quienes
no creen. Es la elocuencia de la alegría que se deriva de verse
libre de la sensación de inutilidad del dolor. La fe cristiana,
además, lleva consigo la certeza interior de que el hombre
que sufre completa lo que falta a los padecimientos de Cristo. Que
sus sufrimientos sirven, como los de Cristo, para la salvación
de los demás hombres y, por tanto, no solo son útiles
a los demás, sino que incluso realiza con ello un servicio
insustituible al resto de la humanidad.
—¿Y
por qué unos parecen sufrir tanto, y otros tan poco? ¿No
podría Dios hacer que cada uno sufriera proporcionalmente a
su capacidad de soportar el dolor?
Pienso que ya
lo hace. Cada uno tiene el sufrimiento que es capaz de soportar. Y,
por otra parte, ese dolor tiene mucho que enseñarle. Lo que
sucede es que no todos lo aceptan igual.
El dolor es una
escuela en donde se forman en la misericordia los corazones de los
hombres. La familia, y todas las instituciones educativas, deberían
esforzarse seriamente por despertar y encauzar esa sensibilidad hacia
el prójimo, de modo que -como señala Juan Pablo II-
todo hombre se detenga siempre junto al sufrimiento de otro hombre,
y se conmueva ante su desgracia.
Es necesario
cultivar esa sensibilidad del corazón, que testimonia la compasión
hacia el que sufre. Una compasión que no será siempre
pasiva, sino que procurará proporcionar una ayuda, de cualquier
clase que sea y, en la medida de lo posible, eficaz. Una responsabilidad
que no debe descargarse solo sobre las instituciones, puesto que,
con ser muy importantes e incluso indispensables, ninguna de ellas
puede de suyo sustituir a la compasión y la iniciativa humana
personal.
La explicación
cristiana al problema del mal tiene sus puntos de difícil comprensión,
como sucede siempre con las realidades complejas, y la del mal ciertamente
lo es. Sin embargo, las demás explicaciones -que intentan resolver
el problema negando a Dios o presentando el absurdo de la vida- son
como un círculo cerrado de retornos incesantes, en el que lo
único que puede hacer el hombre es soñar con escapar
a la pesadilla del tiempo, liberándose de esta cárcel
que gira sin tregua, arrastrada por los deseos y dolores humanos.
Como la ardilla que hace girar su jaula tanto más rápidamente
cuanto más se agita para librarse de ella, el hombre que entiende
así el mundo se pierde en el ciclo de la historia. Solo la
revelación cristiana rompe el círculo, lo hiende de
arriba abajo, lo transforma en una historia con sentido, en la que
Dios está presente y conduce a los hombres a su salvación.
Alfonso
Aguiló
www.interrogantes.net
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