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domingo, 22 de junio de 2014

Sentido cristiano del sufrimiento

 El dolor está presente en el mundo animal. Pero solamente el hombre, cuando sufre, sabe que sufre, y se pregunta entonces por qué. Y sufre de una manera más profunda cuando no encuentra para ese dolor una respuesta satisfactoria. Es una pregunta difícil, casi universal, que ha acompañado al hombre a lo largo de su vida en todas las épocas y lugares, un enigma que se vincula de modo inmediato al del sentido del mal. ¿Por qué el mal? ¿Por qué el mal en el mundo? 
 
        En la Antigüedad era bastante corriente pensar que el sufrimiento se abatía sobre el hombre como consecuencia de sus propios malos actos, como castigo del propio pecado personal. Sin embargo, el mensaje cristiano afirma que el sufrimiento es una realidad que está vinculada al mal, y que este no puede separarse de la libertad humana, y, por ella, del pecado original, del trasfondo pecaminoso de las acciones personales de la historia del hombre.

        En el sufrimiento está como contenida una particular llamada a la virtud, a perseverar soportando lo que molesta y causa dolor. Haciendo esto, el hombre hace brotar la esperanza, que le mantiene en la convicción de que el sufrimiento no prevalecerá sobre él. Y a medida que busque y encuentre su sentido, hallará una respuesta. A veces se requiere mucho tiempo hasta que esta respuesta comience a ser interiormente perceptible, pero es cierto que el sufrimiento, más que cualquier otra cosa, abre el camino a la transformación de un alma. 

        En el sufrimiento bien asumido se esconde una particular fuerza que acerca interiormente al hombre a Dios, que le hace hallar como una nueva dimensión de su vida. Un descubrimiento que es, por otra parte, como una confirmación particular de la grandeza espiritual de una persona.
        El sufrimiento posee, a la luz de la fe, una elocuencia que no pueden captar quienes no creen. Es la elocuencia de la alegría que se deriva de verse libre de la sensación de inutilidad del dolor. La fe cristiana, además, lleva consigo la certeza interior de que el hombre que sufre completa lo que falta a los padecimientos de Cristo. Que sus sufrimientos sirven, como los de Cristo, para la salvación de los demás hombres y, por tanto, no solo son útiles a los demás, sino que incluso realiza con ello un servicio insustituible al resto de la humanidad. 

        —¿Y por qué unos parecen sufrir tanto, y otros tan poco? ¿No podría Dios hacer que cada uno sufriera proporcionalmente a su capacidad de soportar el dolor?

        Pienso que ya lo hace. Cada uno tiene el sufrimiento que es capaz de soportar. Y, por otra parte, ese dolor tiene mucho que enseñarle. Lo que sucede es que no todos lo aceptan igual. 

        El dolor es una escuela en donde se forman en la misericordia los corazones de los hombres. La familia, y todas las instituciones educativas, deberían esforzarse seriamente por despertar y encauzar esa sensibilidad hacia el prójimo, de modo que -como señala Juan Pablo II- todo hombre se detenga siempre junto al sufrimiento de otro hombre, y se conmueva ante su desgracia. 

        Es necesario cultivar esa sensibilidad del corazón, que testimonia la compasión hacia el que sufre. Una compasión que no será siempre pasiva, sino que procurará proporcionar una ayuda, de cualquier clase que sea y, en la medida de lo posible, eficaz. Una responsabilidad que no debe descargarse solo sobre las instituciones, puesto que, con ser muy importantes e incluso indispensables, ninguna de ellas puede de suyo sustituir a la compasión y la iniciativa humana personal. 

        La explicación cristiana al problema del mal tiene sus puntos de difícil comprensión, como sucede siempre con las realidades complejas, y la del mal ciertamente lo es. Sin embargo, las demás explicaciones -que intentan resolver el problema negando a Dios o presentando el absurdo de la vida- son como un círculo cerrado de retornos incesantes, en el que lo único que puede hacer el hombre es soñar con escapar a la pesadilla del tiempo, liberándose de esta cárcel que gira sin tregua, arrastrada por los deseos y dolores humanos. Como la ardilla que hace girar su jaula tanto más rápidamente cuanto más se agita para librarse de ella, el hombre que entiende así el mundo se pierde en el ciclo de la historia. Solo la revelación cristiana rompe el círculo, lo hiende de arriba abajo, lo transforma en una historia con sentido, en la que Dios está presente y conduce a los hombres a su salvación.

Alfonso Aguiló
www.interrogantes.net

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