Todos
hemos visto pasar cerca –cuando no nos ha dado ya de lleno alguna
vez– ese dolor tremendo que produce la pérdida de un ser
querido. La mayoría de las veces casi no sabemos cómo
consolar a esas personas. Les decimos unas palabras, procuramos darles
ánimo, pero, al final, casi solo queda acompañarles
con nuestro silencio.
Pensamos en su
sufrimiento, en el vértigo que quizá sientan. A veces
te dicen que su vida ha perdido ya todo su sentido, que no entienden,
que no encuentran respuesta, que chocan contra ese misterio de la
muerte, que nada les puede consolar.
—Es
que a veces no es fácil darles una respuesta...
No es fácil,
pero desde la fe hay algunas respuestas. Para quienes tenemos fe,
la muerte es una despedida, a un tiempo dolorosa y alegre. Un cambio
de casa, de esta de la tierra a la del cielo. No es que la fe haga
desaparecer esa herida como por encanto, sino que la cicatriza por
medio de la esperanza, porque sabemos que los muertos no se mueren
del todo.
—¿Y
los que no creen en nada?
Para quienes
la muerte no es más que la ruina biológica definitiva,
sin nada detrás, efectivamente la respuesta es mucho más
difícil. Quizá pudiera ser este un motivo más
de credibilidad: la vida sin fe es como una broma cruel que termina
un día casi sin avisar. La vida sin Dios no sabe qué
hacer con la muerte, no tiene respuesta al miedo a morir, no cuenta
con ninguna palabra de esperanza que atraviese el temible silencio
de la muerte.
A quienes no
tienen fe, la muerte les recuerda desafiante que su forma de entender
la vida no tiene para la muerte una explicación satisfactoria.
Sin Dios, sin un más allá, ¿qué auxilio
puedo esperar para la oculta herida abierta en mi corazón por
la muerte, por mi egoísmo y el egoísmo de los demás?
Una
criatura, antes de nacer, no sabe absolutamente nada de lo que le
espera. Les sucede lo mismo a los no creyentes en relación
con la muerte: no saben qué les espera. Sin embargo, la madre,
como los que tienen fe, ante los dolores –tanto los del parto
como los de la muerte– pone su esperanza en la nueva vida.
El hombre no
puede atesorar su vida. No puede retenerla. La vida es una hemorragia.
La vida se va. ¿Hacia dónde? ¿Hacia el vacío?
¿Hacia la nada? Es inevitable que el hombre se plantee la cuestión
de su salvación. De lo contrario, la vida sería como
un torrente que inevitablemente nos conduce al abismo. Creer en la
salvación es creer que en alguna parte nuestra vida queda recogida.
Si
todo se acabase con la muerte, es difícil encontrar sentido
incluso al esfuerzo por ser buena persona. Algunos cifran sus afanes
en trabajar por un mundo mejor, por lograr que fuera menos malo. Eso
está bien, pero sería muy corto reducir nuestras esperanzas
a un arreglo más satisfactorio de esta tierra. Todo ese sufrimiento,
todo el esfuerzo de una vida, todas esas lágrimas –comenta
André Frossard–, toda la sangre que empapa y desborda
nuestra historia, ¿no habrían servido entonces más
que para construir una ciudad terrena ideal, cuya inauguración
se iría aplazando indefinidamente para una fecha posterior?
Alfonso
Aguiló
www.interrogantes.net
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