Hijos míos: ¡Grande es el carisma divino de la humildad! Los santos, pudieron agradar a Dios por esta cualidad primera. También ustedes revístanse de ella (cf. 1 Pe 5,5), mis hermanos. (…)
Conversemos con humildad, trabajemos con humildad, leamos con humildad, salmodiemos con humildad, comamos con humildad, disculpémonos con humildad. Entonces en verdad veremos cuanto su fruto es grande, cuanto es suave, deseable y nos ilumina enteramente, haciendo de nosotros imitadores de Dios. “Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio” (Mt 11,29), dice el Señor. Así es, en la humildad se encuentra realmente el alivio. Por la humildad, el océano de la gracia se expande en las almas. Por ella se eleva la purificación del corazón, las lágrimas se hacen abundantes, surgiendo de la fuente de la compunción. Con la humildad aparecen sabiduría e inteligencia, piedad, dominio de sí, ausencia de jactancias o burlas, recogimiento y todo bien que pueda existir o ser nombrado y definido.
Este es nuestro pensamiento sobre la humildad. En cuanto a ustedes, hijos de Dios y de nuestra humilde persona, reciban las semillas y porten fruto como la buena tierra, con treinta, sesenta y cien por uno (cf. Mt 13,8; Jn 15,8.16), realizando las buenas acciones que corresponden a sus carismas.
San Teodoro el Estudita (759-826)
monje en Constantinopla
Catequesis 37 (Les Grandes Catéchèses, col. Spiritualité orientale 79, Bellefontaine, 2002), trad. sc©evangelizo.org
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