La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor. Por su parte, la liturgia misma impulsa a los fieles a que, saciados “con los sacramentos pascuales”, sean “concordes en la piedad” (cf Hch 4,32); ruega a Dios que “conserven en su vida lo que recibieron en la fe”, y la renovación de la alianza del Señor con los hombres en la Eucaristía enciende y arrastra a los fieles a la apremiante caridad de Cristo.
Por tanto, de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin.
Concilio Vaticano II
Constitución sobre la Sagrada Liturgia (Sacrosanctum Concilium), 10
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