Hubo un tiempo en el que Dios se hizo hombre, vino a la Tierra y la sembró de Amor, pero no apreciaron ni sus obras ni sus palabras, lo clavaron en la cruz y allí, en ese madero, entregó su vida pensando en aquellos que algún día sufrirían y no encontrarían sentido al dolor.
Bastaría que mis ojos se clavaran contigo en la cruz, para renunciar a todo consuelo humano, a toda rebeldía que nace del corazón cuando no se siente saciado; bastaría dejar que fuera el alma quien tomase la palabra para, al verte crucificado, entender que no puede haber mayor Amor.
Cuando sienta el peso de las penas, hazme el favor, Señor, de volver la mirada a tu cruz y entender que ese amor por el que suspiro ya me lo diste Tú.
Ya hiciste el máximo sacrificio de, siendo Dios, abajarte a la humanidad y permitir, por nuestras miserias, dejarte clavar.
Pero en ese camino doloroso en el que tus carnes soportaron el lado oscuro del ser humano, en esos momentos en los que te humillaste a tal extremo, llevabas siempre en tu pecho la Voluntad de Dios y en tus manos, ofreciéndolo a quienes te herían, tu Corazón.
No es capricho de Dios el sufrimiento, ni compañero que se deba olvidar.
Si quiso Dios ver a su Hijo muerto sin que nadie reparara en su dolor, ¿por qué tú, yo, ¡todos!, vivimos aferrados a los sueños de nuestro corazón?
Dios sólo pide, para Él, un recuerdo; por eso, detrás de cada alma hay una cruz, una cruz que clama desde el silencio que olvidemos lo que fueron nuestros sueños y le acompañemos en el dolor.
Las astillas de ese Madero
dejarán tu corazón herido,
mas ¡cuán poco es el sufrimiento
de vagar con penas, pero vivo,
mientras que Aquél que sólo es Vida
yace solitario, en una cruz muerto!
Madrid, España
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