Aunque el Rosario no sea obligatorio para nuestra salvación, es un
medio rápido y efectivo para alcanzarla. ¿Por qué? Porque rezar el Rosario es
estar con la Santísima Virgen María. Y la Palabra de Dios nos recuerda que más
que cualquier otra persona fuera de Jesús, María es intocable e insoportable
para Satanás.
En el Santo Nombre de María, el diablo con todas sus trampas y
tentaciones, ya ha huido muy lejos, muy lejos de nosotros, porque, por la
naturaleza misma del tipo de vida que ha elegido, no puede soportar el don de
Dios, y eso es exactamente lo que es la Santísima Virgen, ya que está
"llena de gracia". En cierto sentido, María es la encarnación, no de
Dios mismo, sino del don y la bondad de Dios.
Para el diablo, y para todos los espíritus demoniacos, la compañía
de María es un dolor cegador, una luz que han rechazado y que los hace
revolverse.
El Rosario nos promete eso: la gracia de estar en compañía de la
Santísima Virgen María, donde sea que esté y a la hora en que lo necesitemos.
Al rezar el Rosario, rezamos a Dios de una manera única y efectiva, porque
María representa todo lo que Dios es. Por esta razón siempre comenzamos y
terminamos con el crucifijo (el Redentor) y el Signo de la cruz (la Trinidad).
Al comienzo del Rosario, rezamos el Credo, que nos hace entrar en
el cuerpo místico de Dios: la Iglesia Católica en la tierra, en el purgatorio y
que se extiende gloriosamente a través del tiempo y el espacio y más allá. De
esta manera recordamos que nunca estamos solos, sino con todos los héroes de la
Historia Sagrada, unidos con nosotros a la Madre del Cuerpo Único del Hijo.
Cada decena se enfoca en un misterio: un "misterio" no es
algo incomprensible, sino que tiene un gran significado, ya que siempre
contiene algo más que comprender y experimentar en lo que se ha revelado. (...)
Por eso el Rosario trae un bálsamo eficaz a los angustiados y deprimidos: la
contemplación de los misterios nos aleja de nosotros mismos y de los límites que
nos imponemos a nosotros mismos y al mundo, y nos hace participar en el mismo
misterio que contemplamos. Todo lo que experimentamos se coloca en su verdadero
contexto: el amor de Dios
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