Mientras Santo Domingo predicaba el rosario cerca de Carcasona, le
presentaron un albigense poseído del demonio. Exorcizólo el Santo en presencia
de una gran muchedumbre. Se cree que estaban presentes más de doce mil hombres.
Los demonios que poseían a este infeliz fueron obligados a responder, a pesar
suyo, a las preguntas del Santo y confesaron:
1.º que eran quince mil los que poseían el cuerpo de aquel miserable,
porque había atacado los quince misterios del rosario;
2.º que con el rosario que Santo Domingo predicaba causaba terror y
espanto a todo el infierno y que era el hombre más odiado por ellos a causa de
las almas que arrebataba con la devoción del rosario;
3.º revelaron, además, muchos otros particulares.
Santo Domingo arrojó su rosario al cuello del poseso y les preguntó
que de todos los santos del cielo, a quién temían más y a quién debían amar más
los mortales.
A esta pregunta los demonios prorrumpieron en alaridos tan
espantosos que la mayor parte de los oyentes cayó en tierra, sobrecogidos de
espanto. Los espíritus malignos, para no responder, comenzaron a llorar y
lamentarse en forma tan lastimera y conmovedora, que muchos de los presentes empezaron
también a llorar movidos por natural compasión. Y decían en voz dolorida por la
boca del poseso: “¡Domingo! ¡Domingo! ¡Ten piedad de nosotros! ¡Te prometemos
no hacerte daño! Tú que tienes compasión de los pecadores y miserables, ¡ten
piedad de nosotros! ¡Mira cuánto padecemos! ¿Por qué te complaces en aumentar
nuestras penas? ¡Conténtate con las que ya padecemos! ¡Misericordia!
¡Misericordia! ¡Misericordia!”
El Santo, sin inmutarse ante las dolientes palabras de los
espíritus, les respondió que no dejaría de atormentarlos hasta que hubieran
respondido a sus preguntas. Dijéronle los demonios que responderían, pero en
secreto y al oído, no ante todo el mundo. Insistió el Santo, y les ordenó que
hablaran en voz alta. Pero su insistencia fue inútil: los diablos no quisieron
decir palabra. Entonces, el Santo se puso de rodillas y elevó a la Santísima
Virgen esta plegaria: “¡Oh excelentísima Virgen María! ¡Por virtud de tu
salterio y rosario, ordena a estos enemigos del género humano que respondan a
mi pregunta!” Hecha esta oración, salió una llama ardiente de las orejas, nariz
y boca del poseso. Los presentes temblaron de espanto, pero ninguno sufrió
daño. Los diablos gritaron entonces: “Domingo, te rogamos por la pasión de
Jesucristo y los méritos de su Santísima Madre y de todos los santos, que nos
permitas salir de este cuerpo sin decir palabra. Los ángeles, cuando tú lo
quieras, te lo revelarán. ¿Por qué darnos crédito? No nos atormentes más: ¡ten
piedad de nosotros!”
“¡Infelices sois e indignos de ser oídos!”, respondió Santo
Domingo. Y, arrodillándose, elevó esta plegaria a la Santísima Virgen: “Madre
dignísima de la Sabiduría, te ruego en favor del pueblo aquí presente
–instruido ya sobre la forma de recitar bien la salutación angélica–. ¡Obliga a
estos enemigos tuyos a confesar públicamente aquí la plena y auténtica verdad
al respecto!”
Había apenas terminado esta oración, cuando vio a su lado a la
Santísima Virgen rodeada de multitud de ángeles que con una varilla de oro en
la mano golpeaba al poseso y le decía: “¡Responde a Domingo, mi servidor!”
Nótese que nadie veía ni oía a la Santísima Virgen, fuera de Santo Domingo.
Entonces los demonios comenzaron a gritar:
“¡Oh enemiga nuestra! ¡Oh ruina y confusión nuestra! ¿Por qué
viniste del cielo a atormentarnos en forma tan cruel? ¿Será preciso que por ti,
¡oh abogada de los pecadores, a quienes sacas del infierno; oh camino seguro
del cielo!, seamos obligados –a pesar nuestro– a confesar delante de todos lo
que es causa de nuestra confusión y ruina? ¡Ay de nosotros! ¡Maldición a
nuestros príncipes de las tinieblas!
¡Oíd, pues, cristianos! Esta Madre de Cristo es omnipotente, y
puede impedir que sus siervos caigan en el infierno. Ella, como un sol, disipa
las tinieblas de nuestras astutas maquinaciones. Descubre nuestras intrigas,
rompe nuestras redes y reduce a la inutilidad todas nuestras tentaciones. Nos
vemos obligados a confesar que ninguno que persevere en su servicio se condena
con nosotros. Un solo suspiro que Ella presente a la Santísima Trinidad vale
más que todas las oraciones, votos y deseos de todos los santos. La tememos más
que a todos los bienaventurados juntos y nada podemos contra sus fieles
servidores.
Tened también en cuenta que muchos cristianos que la invocan al
morir y que deberían condenarse, según las leyes ordinarias, se salvan gracias
a su intercesión. ¡Ah! Si esta Marieta –así la llamaban en su furia– no se
hubiera opuesto a nuestros designios y esfuerzos, ¡hace tiempo habríamos
derribado y destruido a la Iglesia y precipitado en el error y la infidelidad a
todas sus jerarquías! Tenemos que añadir, con mayor claridad y precisión
–obligados por la violencia que nos hacen–, que nadie que persevere en el rezo
del rosario se condenará. Porque Ella obtiene para sus fieles devotos la verdadera
contrición de los pecados, para que los confiesen y alcancen el perdón e
indulgencia de ellos.”
Entonces, Santo Domingo hizo rezar el rosario a todos los
asistentes muy lenta y devotamente. Y a cada avemaría que recitaban –¡cosa
sorprendente!– salía del cuerpo del poseso gran multitud de demonios en forma
de carbones encendidos. Cuando salieron todos los demonios y el hereje quedó
completamente liberado, la Santísima Virgen dio su bendición –aunque
invisiblemente– a todo el pueblo, que con ello experimentó sensiblemente gran
alegría.
Este milagro fue causa de la conversión de muchos herejes, que
llegaron hasta ingresar en la Cofradía del Santo Rosario.
(De “El Secreto Admirable del Santísimo Rosario” – San Luis María
Grignion de Montfort)
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