Habla San Alberto
Magno que existen tres géneros de plenitudes: "la plenitud del vaso, que
retiene y no da; la del canal, que da y no retiene, y la de la fuente, que
crea, retiene y da". ¡Qué tremenda verdad!
Efectivamente, yo he
conocido muchos hombres-vaso. Son gentes que se dedican a almacenar virtudes o
ciencia, que lo leen todo, coleccionan títulos, saben cuanto puede saberse,
pero creen terminada su tarea cuando han concluido su almacenamiento: ni reparten
sabiduría ni alegría.
Tienen, pero no
comparten. Retienen, pero no dan. Son magníficos, pero magníficamente
estériles. Son simples servidores de su egoísmo.
También he conocido
hombres-canal: es la gente que se desgasta en palabras, que se pasa la vida
haciendo y haciendo cosas, que nunca rumia lo que sabe, que cuanto le entra de
vital por los oídos se le va por la boca sin dejar pozo adentro. Padecen la
neurosis de la acción, tienen que hacer muchas cosas y todas de prisa, creen
estar sirviendo a los demás pero su servicio es, a veces, un modo de calmar sus
picores del alma. Hombre-canal son muchos periodistas, algunos apóstoles,
sacerdotes o seglares. Dan y no retienen. Y, después de dar, se sienten vacíos.
Qué difícil, en
cambio, encontrar hombres-fuente, personas que dan de lo que han hecho
sustancia de su alma, que reparten como las llamas, encendiendo la del vecino
sin disminuir la propia, porque recrean todo lo que viven y reparten todo
cuanto han recreado. Dan sin vaciarse, riegan sin decrecer, ofrecen su agua sin
quedarse secos. Cristo -pienso- debió ser así. El era la fuente que brota
inextinguible, el agua que calma la sed para la vida eterna. Nosotros -¡ah!-
tal vez ya haríamos bastante con ser uno de esos hilillos que bajan chorreando
desde lo alto de la gran montaña de la vida.
Autor: Padre José Luis Martín Descalzo
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