En el Domingo VI de
Pascua, antes de celebrar la Ascensión y Pentecostés, contemplamos parte de las
palabras del sermón que Cristo hizo en la Última Cena, palabras llenas de vida
que salen a nuestro encuentro, palabras que brotan de la unión de Cristo con el
Padre y de la voluntad de Dios de hacernos 'cómplices' en este misterio de fe y
amor.
¿Podremos nosotros reconocernos cómo aquellos que cumplen la
Palabra de Dios, aquellos que aman al Señor? Pidamos al Espíritu Santo la
gracia de arder en la caridad. Cristo resucitado nos regala su Espíritu.
Deseamos recibirle y que nos haga recordar Quien es Dios, que nos haga recordar
siempre la infinita misericordia que brota del Corazón de Cristo y selle
nuestro intelecto con el sello de la caridad fraterna.
De este amor es de donde nace la "paz" de la que
habla el Señor, paz de vivir en el amor, de vivir en Dios. El mundo desea paz,
desea acabar con las violencias. Sólo conseguiremos la paz si nos volvemos hacia Jesús, así lo
dijo Él mismo a Santa Faustina: "El mundo no tendrá paz hasta que no se
dirija con confianza a mi Misericordia". Pero no nos la da como el mundo
lo hace (cf. Jn 14,27), pues la paz de Jesús es la capacidad de mirar a los
hombres con bondad y misericordia infinita, sin juzgar, sin rechazar. De ahí
brota una gran calma, serenidad, que nos hace ver las cosas de otro modo.
Actuando y viviendo así, llegaremos a ser felices.
Demos gracias a Dios por el regalo de su Palabra,
de su paz y Espíritu. Nada ni nadie nos separará del amor de Cristo, como
repetía San Pablo.
Permanece siempre con nosotros, Señor.
Dios nos siga bendiciendo.
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