En el Evangelio del Domingo XX del tiempo ordinario
continuamos con la lectura del Discurso del pan de vida: «Yo soy el pan vivo,
bajado del cielo» (Jn 6,51).
¡Qué bonito sería para los cristianos conocer mejor la Sagrada Escritura! Nos en
¡Qué bonito sería para los cristianos conocer mejor la Sagrada Escritura! Nos en
contraríamos con el Misterio de Dios que se nos da como
verdadero alimento de nuestras almas, con frecuencia algo 'amodorradas' y
hambrientas de eternidad.
Es fantástica esta Palabra Viva, la única Escritura capaz de cambiar los corazones, aquella que no vuelve sin dar fruto, aquella Palabra que nos garantiza la paz y la felicidad.
Jesucristo, que es Camino, Verdad y Vida, habla de sí mismo diciéndonos que es Pan. Y el pan, como todos sabemos, se hace para comerlo. Y para desear comer es imprescindible tener hambre.
¿Cómo podremos entender qué significa en el fondo, ser cristiano, si en muchas ocasiones hemos perdido el hambre de Dios?
Hambre de conocerle, hambre de tratar con Él como con el buen Amigo, hambre de enamorarnos, de darlo a conocer, de compartirlo con los hermanos como se comparte el pan de la mesa.
¡Qué bella imagen ver al 'cabeza' de familia cortando un buen pan, que antes se ha ganado con el esfuerzo de su trabajo, y lo reparte a sus hijos para saciarlos!
Cristo es el que se da como Pan de Vida, y es Él mismo quien da la medida, y quien se da con una generosidad que hace temblar cielo, tierra y abismo.
Pan de Vida..., ¿de qué Vida? Está claro que no nos alargará ni un día nuestra permanencia en esta tierra; en todo caso, nos cambiará la calidad y la profundidad de cada instante de nuestros días. Él habla de 'vida eterna'.
Preguntémonos con sinceridad: Y yo, ¿qué vida quiero para mí? ¿Somos realmente felices? ¿Podría ser nuestro 'horizonte' de vida más extenso? Mucho más aun que todo lo que podamos imaginar, mucho más llena y hermosa es la Vida de Cristo palpitando en la Eucaristía, la que se nos entrega por amor.
Cristo conoce mejor que nosotros lo que 'hambrea' nuestro corazón, nuestro deseo de vivir de verdad, nuestra búsqueda de identidad. Él es el Pan vivo. Ante nosotros ha abierto la mesa, ha preparado un banquete en el que entrega Su misma vida, Su carne oculta en el Pan.
Todos recordamos aquella imagen en la que aparece Cristo llamando a una puerta, esperando a que el dueño de la casa le abra. Esa es la puerta de nuestro corazón. Él llama, y espera deseoso que le abramos para cenar juntos. ¡Cuántas veces le hemos hecho esperar! ¡Y cuántas veces Él, padeciendo 'hambre' o 'sed', ha esperado paciente a que abramos la 'puerta' de nuestro corazón!
Allí está, en el Altar de cada Iglesia esperándonos para ser 'partido' y comido. Y después de esto, la Vida eterna: «El que coma este pan vivirá para siempre» (Jn 6,58). ¿Qué más esperamos?
Acojamos Su pan, que es el Cuerpo entregado por cada uno de nosotros. Su sangre, la que fluye por nuestro cuerpo después de cada comunión. Si es necesario, pidamos el don de la fe. ¡Señor, auméntanos la fe!
Y no podemos separar de la Eucaristía a los más pobres y necesitados. Debemos sentirnos en comunión con millones de cuerpos, con todos los rostros del mundo. Todos formamos el único cuerpo de Cristo, el mismo rostro del Padre.
Y en el latido de nuestro corazón, sentimos la fiebre de tantos miembros sufrientes, desnutridos, abandonados. Y sentimos la necesidad de ser para ellos el 'Pan' que hemos recibido.
¡Señor, haz que cada Comunión nos configure más y más a ti, hasta tal punto que cada hombre llegue a decir: 'En esa persona vive Cristo'!
Dios nos siga bendiciendo.
Alejandro María.
Es fantástica esta Palabra Viva, la única Escritura capaz de cambiar los corazones, aquella que no vuelve sin dar fruto, aquella Palabra que nos garantiza la paz y la felicidad.
Jesucristo, que es Camino, Verdad y Vida, habla de sí mismo diciéndonos que es Pan. Y el pan, como todos sabemos, se hace para comerlo. Y para desear comer es imprescindible tener hambre.
¿Cómo podremos entender qué significa en el fondo, ser cristiano, si en muchas ocasiones hemos perdido el hambre de Dios?
Hambre de conocerle, hambre de tratar con Él como con el buen Amigo, hambre de enamorarnos, de darlo a conocer, de compartirlo con los hermanos como se comparte el pan de la mesa.
¡Qué bella imagen ver al 'cabeza' de familia cortando un buen pan, que antes se ha ganado con el esfuerzo de su trabajo, y lo reparte a sus hijos para saciarlos!
Cristo es el que se da como Pan de Vida, y es Él mismo quien da la medida, y quien se da con una generosidad que hace temblar cielo, tierra y abismo.
Pan de Vida..., ¿de qué Vida? Está claro que no nos alargará ni un día nuestra permanencia en esta tierra; en todo caso, nos cambiará la calidad y la profundidad de cada instante de nuestros días. Él habla de 'vida eterna'.
Preguntémonos con sinceridad: Y yo, ¿qué vida quiero para mí? ¿Somos realmente felices? ¿Podría ser nuestro 'horizonte' de vida más extenso? Mucho más aun que todo lo que podamos imaginar, mucho más llena y hermosa es la Vida de Cristo palpitando en la Eucaristía, la que se nos entrega por amor.
Cristo conoce mejor que nosotros lo que 'hambrea' nuestro corazón, nuestro deseo de vivir de verdad, nuestra búsqueda de identidad. Él es el Pan vivo. Ante nosotros ha abierto la mesa, ha preparado un banquete en el que entrega Su misma vida, Su carne oculta en el Pan.
Todos recordamos aquella imagen en la que aparece Cristo llamando a una puerta, esperando a que el dueño de la casa le abra. Esa es la puerta de nuestro corazón. Él llama, y espera deseoso que le abramos para cenar juntos. ¡Cuántas veces le hemos hecho esperar! ¡Y cuántas veces Él, padeciendo 'hambre' o 'sed', ha esperado paciente a que abramos la 'puerta' de nuestro corazón!
Allí está, en el Altar de cada Iglesia esperándonos para ser 'partido' y comido. Y después de esto, la Vida eterna: «El que coma este pan vivirá para siempre» (Jn 6,58). ¿Qué más esperamos?
Acojamos Su pan, que es el Cuerpo entregado por cada uno de nosotros. Su sangre, la que fluye por nuestro cuerpo después de cada comunión. Si es necesario, pidamos el don de la fe. ¡Señor, auméntanos la fe!
Y no podemos separar de la Eucaristía a los más pobres y necesitados. Debemos sentirnos en comunión con millones de cuerpos, con todos los rostros del mundo. Todos formamos el único cuerpo de Cristo, el mismo rostro del Padre.
Y en el latido de nuestro corazón, sentimos la fiebre de tantos miembros sufrientes, desnutridos, abandonados. Y sentimos la necesidad de ser para ellos el 'Pan' que hemos recibido.
¡Señor, haz que cada Comunión nos configure más y más a ti, hasta tal punto que cada hombre llegue a decir: 'En esa persona vive Cristo'!
Dios nos siga bendiciendo.
Alejandro María.
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