Convertirse es recordar que el Señor nos hizo
para sí y que todos los anhelos, expectativas,
búsquedas y hasta frenesíes de nuestra vida,
sólo descansarán, sólo llegarán a su plenitud,
cuando volvamos a Él.
La conversión es la llamada insistente
de Dios a que asumamos, reconozcamos
y purifiquemos nuestras debilidades.
La conversión es ponernos en el camino
de rectificar los pequeños o grandes errores
y defectos de nuestra vida, con la ternura,
la humildad y la sinceridad del hijo pródigo.
La conversión es entrar en uno mismo
y tamizar la propia existencia a la luz del Señor,
de su Palabra y de su Iglesia y descubrir todo
lo que hay en nosotros de vana ambición,
de presunción innecesaria, de limitación y egoísmo.
La conversión es cambiar nuestra mentalidad,
llena de eslóganes mundanos, lejana al evangelio,
y transformarla por una visión cristiana
y sobrenatural de la vida.
La conversión es cortar nuestros caminos
de pecado, de materialismo, paganismo,
consumismo, sensualismo, secularismo
e insolidaridad y emprender el verdadero
camino de los hijos de Dios, ligeros de equipaje.
La conversión es examinarnos de amor
y encontrar nuestro corazón y nuestras
manos más o menos vacías.
La conversión es renunciar a nuestro viejo
y acendrado egoísmo, que cierra las puertas
a Dios y al prójimo.
La conversión es mirar a Jesucristo
y contemplar su cuerpo desnudo, sus manos
rotas, sus pies atados, su corazón traspasado
y sentir la necesidad de responder
con amor al Amor que no es amado.
Y así, de este modo, la conversión, siempre
obra de la misericordia y de la gracia de Dios
y del esfuerzo del hombre, será encuentro
gozoso, sanante y transformador con Jesucristo.
P. Javier Leoz
celebrandolavida.org
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