Enamorado de tu belleza, el hijo del altísimo Padre se unió solamente contigo en el mundo y te halló fidelísima en todo. En efecto, antes de que Él descendiera a la tierra procedente de la patria luminosa, ya le tenías dispuesto un lugar adecuado, un trono donde sentarse y un lecho en que descansar: la Virgen pobrísima de la que nació, iluminando este mundo. Cierto es que saliste fielmente al encuentro del recién nacido, de suerte que en ti y no entre delicias hallara Él su morada preferida. Fue puesto -dice el evangelista- en un pesebre, porque no había sitio para Él en la posada. Y lo acompañaste siempre, sin separarte jamás de Él durante toda su vida, de modo que -cuando apareció en la tierra y vivió entre los hombres-, mientras las zorras tenían madrigueras y las aves del cielo nidos, Él, en cambio, no tuvo dónde reclinar la cabeza. Después, cuando abrió su boca para enseñar -Él que en otro tiempo había despegado los labios de los profetas-, de entre las muchas cosas que habló, fuiste tú la primera a quien alabó, la primera a quien enalteció al decir: Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,3).
Además, en el momento de elegir a algunos testigos fidedignos de su santa predicación y gloriosa vida para la salvación del género humano, no escogió, ciertamente, a unos ricos mercaderes, sino a pobres pescadores, dando a entender con semejante predilección cómo deberías tú ser estimada de todos. Finalmente, para que se hiciera patente a todos tu bondad, tu magnificencia, tu fortaleza y dignidad; para dejar en claro que tú aventajas a todas las virtudes, que sin ti no puede haber ninguna y que tu reino no es de este mundo, sino del cielo, fuiste tú la única que permaneciste unida al Rey de la gloria cuando todos sus elegidos y personas queridas lo abandonaron cobardemente.
Pero tú, como fidelísima esposa y tiernísima amante, no te separaste ni un solo instante de su compañía; incluso te mantenías más firmemente unida a él cuando veías que era más despreciado de todos. Y en verdad que, si tú no lo hubieras acompañado, nunca habría podido recibir Él un menosprecio tan universal. Sólo tú le consolabas. No lo abandonaste hasta la muerte, y una muerte de cruz. Y en la misma cruz -desnudo ya el cuerpo, extendidos los brazos y elevadas las manos y los pies- sufrías juntamente con Él, de suerte que en el Crucificado nada aparecía más glorioso que tú.
Un compañero de San Francisco de Asís (siglo XIII)
Sacrum
commercium, 19 y 20 . Alianza de San Francisco con la dama Pobreza.
(Trad: Salvador Biain, o.f.m.- BAC 399- Madrid, 1998, 7ª edición
–reimpresión-)evangelizo.org
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