San José, tu presencia tiene olor a santidad. Te miro y no puedo más que emocionarme.
Contemplo tus ojos y veo una mirada capaz de llegar al interior del corazón.
Contemplo tus oídos y puedo vislumbrar tu obediencia inexplicable a Dios.
Contemplo tus labios y soy capaz de callar ante tu silencio que edifica.
Contemplo tus manos y agradezco por el bien que puedo hacer con mis manos.
San José, tu presencia transforma mi alma.
Aunque no hables, aunque no aparezcas en los primeros lugares, aunque tu gloria sea sólo por hacer de “número dos” o de “sombra”. Aun así, aunque a grandes rasgos no seas el “principal”, el “protagonista”, tú presencia transforma y de una u otra manera, me acerca a la santidad.
¿Acaso podría ser indiferente ante tu presencia que sólo habla (en el silencio) de Dios?
¿Cómo no intentar abrigar en mi alma la vida de Dios, al contemplar tu vida?
Vos, San José, me enseñas a anhelar ser número dos, a ser sombra, en este mundo donde todos quieren los primeros puestos. Porque es ahí, en el silencio y en el anonimato donde Dios es Dios, Todo Él en el que capaz de amarlo, servirlo y adorarlo.
Te miro y no puedo más que emocionarme. Mi corazón se estremece ante Dios por tu vida en mi vida, querido San José.
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