“Y se postraban ante Él, y le adoraban y arrojaban sus coronas delante del trono diciendo: Digno eres, Señor, de recibir la gloria, el honor y el poder” (Ap. 4,10s). ¿Cómo imitar en el cielo de mi alma esta acción permanente que los Bienaventurados realizan en el cielo de la gloria? ¿Cómo realizar esa alabanza, esa contínua adoración?
San Pablo me descubre este misterio cuando escribe a sus discípulos de Efeso: “Que el Padre os conceda, por medio de su espíritu, ser fortalecidos poderosamente en el hombre interior, de suerte, que Jesucristo more por la fe en vuestros corazones, arraigados y fundados en la caridad”. (cf Ef. 3,16s).
Estar arraigado y fundado en el amor me parece que es la condición necesaria para cumplir dignamente el oficio de “Laudem gloriae” (Ef. 1,6.12.14). El alma que penetra y mora en estas profundidades de Dios... y todo lo realiza en Él, con Él y por Él y para Él... esa alma se arraiga más profundamente en Aquel que ama a través de sus movimientos, aspiraciones y actos por muy insignificantes que sean. Todo rinde en ella homenaje al Dios tres veces santo. El alma es, por así decirlo, un Sanctus eterno, una contínua Alabanza de gloria.
“Ellos se prosternan, le adoran y arrojan sus coronas ante el trono”... En primer lugar, el alma debe humillarse, sumergirse en el abismo de su nada, penetrando tan profundamente en él... que “halle la paz verdadera, inalterable y perfecta, que nada puede turbar, pues ha descendido tanto que nadie irá allí a buscarla”. Es entonces cuando el alma podrá adorar.
Santa Isabel de la Trinidad (1880-1906)
carmelita descalza
Últimos Ejercicios Espirituales, manuscrito B, día octavo - Agosto 1906 -
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