Sus cuentas, plateadas, parece que fueron forjadas por la mismísima luna una de esas noches limpias, templadas y en calma, por encargo de dos almas que hablaron al cielo mientras enmudecía la naturaleza.
El rosario avanza entre mis dedos, y como esas silentes y pausadas gotas de agua que discurren por las rocas y van dejando una insensible huella, así, siento que cada ave maría va dejando un mudo eco en mi alma.
Sí, en cada ave maría late una intención, una persona, un nombre, una súplica, una desgarrada oración que se viste de saeta o una agradecida alabanza con aires de aleluya.
Y puedo, al mirar el rosario, saber a quién va dirigida cada una de esas cuentas, reconocer a la persona elegida en esa oración, porque cada ave maría tiene un aroma, al igual que cada corazón tiene una vida.
Miro estas manos que lo sostienen, aprieto este rosario como quien ha encontrado el amor, y no quiero soltarlo; cierro los ojos, sumido en el más íntimo silencio, y veo desfilar entre los bastidores de mi alma a todas esas personas encomendadas.
Es un rosario, pero no un rosario cualquiera, sino un rosario que fue fruto de unas almas cuya paz hirió de amor al cielo y a la luna, por eso es de plata.
A sus pies, como peana, una cruz en la que Cristo abre sus acogedores brazos para abarcar todos los nombres y súplicas que han quedado grabados en ese rosario.
Y un poco más arriba, como lágrima que asoma en los ojos, la Virgen con su Niño, quienes reciben esas oraciones como palabras de amor que el amante dirige a lo amado.
Tengo un rosario entre mis manos, pero no un rosario cualquiera, sino uno que nació del amor de dos almas que llenaron de fe la noche, a la luna, por eso es de plata.
Madrid, España.
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