Yo no soy digno de
pronunciar tu nombre; pero tú que deseas y quieres mi salvación, me has de
otorgar, aunque mi lengua no es pura, que pueda llamar en mi socorro tu santo y
poderoso nombre, que es ayuda en la vida y salvación al morir.
¡Dulce Madre, María!
Haz que tu nombre,
de hoy en adelante, sea la respiración de mi vida.
No tardes, Señora,
en auxiliarme cada vez que te llame.
Pues en cada tentación
que me combata, y en cualquier necesidad que experimente, quiero llamarte sin
cesar;
¡María!
Así espero hacerlo
en la vida, y así, sobre todo, en la última hora,
para alabar, siempre
en el cielo tu nombre amado:
“¡Oh clementísima,
oh piadosa, oh dulce Virgen María!”
¡Qué aliento,
dulzura y confianza, qué ternura siento con sólo nombrarte y pensar en ti!
Doy gracias a
nuestro Señor y Dios, que nos ha dado para nuestro bien,
este nombre tan
dulce, tan amable y poderoso.
Señora, no me
contento con sólo pronunciar tu nombre; quiero que tu amor me recuerde que debo
llamarte a cada instante; y que pueda exclamar con san Anselmo:
“¡Oh nombre de la
Madre de Dios, tú eres el amor mío!”
Amada María y amado
Jesús mío, que vivan siempre en mi corazón y en el de todos, vuestros nombres
salvadores.
Que se olvide mi
mente de cualquier otro nombre, para acordarme sólo y siempre, de invocar
vuestros nombres adorados.
Jesús, Redentor mío,
y Madre mía María, cuando llegue la hora de dejar esta vida, concédeme entonces
la gracia de deciros:
“Os amo, Jesús y
María; Jesús y María, os doy el corazón y el alma mía”.
Amén.
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