Un hijo de Dios no
tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida
espiritual es el sentido de la filiación divina: Dios es mi Padre, piensa, y es
el Autor de todo bien, es toda la Bondad. Pero, ¿tú y yo actuamos, de verdad,
como hijos de Dios? (Forja, 987)
A los cristianos, la
fugacidad del caminar terreno debería incitarnos a aprovechar mejor el tiempo,
de ninguna manera a temer a Nuestro Señor, y mucho menos a mirar la muerte como
un final desastroso. Un año que termina -se ha dicho de mil modos, más o menos
poéticos-, con la gracia y la misericordia de Dios, es un paso más que nos
acerca al Cielo, nuestra definitiva Patria.
Al pensar en esta realidad, entiendo muy bien
aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est!, ¡qué breve
es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano
coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta
de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente
es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por
tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la
ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno.
(…) Llegará aquel día, que será el último y que no
nos causa miedo: confiando firmemente en la gracia de Dios, estamos dispuestos
desde este momento, con generosidad, con reciedumbre, con amor en los detalles,
a acudir a esa cita con el Señor llevando las lámparas encendidas. Porque nos
espera la gran fiesta del Cielo. (Amigos de Dios, 39-40)
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