«¿Me oyes, Dios mío? Yo nunca jamás he hablado contigo, pero hoy quiero saludarte.
Tú sabes que desde mi infancia me han dicho que Tú no existías, y yo fuí tan bruto que me lo creí.
Yo nunca me había dado cuenta de la belleza de tu creación. Hoy, de repente, al ver las profundidades del firmamento, al ver ese cielo estrellado encima de mí, se me han abierto los ojos.
Maravillado, comprendí su luz. ¿Como he podido vivir tan cruelmente engañado?
Yo no sé, Señor, si Tú me tiendes la mano, pero yo te confío este milagro y Tú me vas a entender. En lo más hondo de este terrible infierno, la luz ha brotado en mí y yo te he visto.
No voy a decirte nada más, tan sólo la alegría de conocerte. A media noche, tendremos que pasar al ataque, pero no tengo miedo: Tú nos miras. ¡Escucha! Es la señal.
¿Qué puedo hacer? ¡Estaba tan bien contigo!
Quiero decirte una cosa más: Tú sabes que el combate va a ser malo. Quizás esta noche llamaré a tu puerta. Aunque yo nunca haya sido amigo tuyo, ¿me dejarás entrar cuando llegue?
Pero no estoy llorando, ya ves lo que me ocurre, mis ojos se han abierto.
Perdóname, Dios, voy a partir y seguramente ya no vuelva; pero, iqué milagro! ¡Ya no tengo miedo a la muerte!».
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