Sor Catalina, aunque acostumbraba encomendar a Dios muy de veras las almas de todas las personas que allí morían, habiendo sabido la desgraciada muerte de la vieja, no pensó en pedir por ella, teniéndola, como ya todos la tenían por condenada.
Al cabo de cuatro años se le aparece de pronto un alma en pena, que le dice: -Catalina, ¿he de tener yo tan mala suerte? Tú encomiendas a Dios a todos los que mueren aquí, y sólo de mi alma no tienes compasión.- ¿Quién eres? -le preguntó la sierva de Dios.- Soy María, la que murió en la cueva.- ¡Cómo!, ¿tú en carrera de salvación?- Sí - Volvió a decir el alma-, lo estoy gracias a la misericordia de la Reina del cielo. Oye como fué.
Cuando ya ví cerca la muerte, mirándome tan abandonada y llena de pecados, volví los ojos a la Madre de Dios, diciendo: Señora, no hay quien me valga en este último trance; pero Vos acogéis a todos los desamparados. Vos sois mi única esperanza, Vos sola me podéis ayudar; tened compasión de mí. No se hizo sorda la Virgen Sacratísima; me alcanzó de Dios la gracia de hacer un acto de verdadera contrición, morí entonces, y así me salvé.
Ahora en el purgatorio me ha obtenido también el favor de que se me abrevie la pena, haciendo que sufra con más intensión lo que hubiera tenido que padecer por muchos años, y sólo me falta que se celebren algunas misas por mi alma, las cuales te pido que me mandes decir, y yo te prometo rogar siempre en el cielo por ti a Dios y a su Santísima Madre.-
Cuidó Sor Catalina que al instante se aplicasen las misas, y a los pocos días se le volvió a aparecer el alma más resplandeciente que el sol, dándole gracias por el beneficio, y diciendo que iba a la gloria a cantar para siempre las misericordias del Señor y a rogar por ella."
San Alfonso María de Ligorio, libro: 'Las glorias de María', parte primera, capítulo 1º, página 10.
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