Ha llegado para nosotros un
día de salvación, de eternidad. Una vez más se oyen esos silbidos del Pastor
Divino, esas palabras cariñosas, “vocavi te nomine tuo” –te he llamado por tu
nombre. Como nuestra madre, El nos invita por el nombre. Más: por el apelativo
cariñoso, familiar. –Allá, en la intimidad del alma, llama, y hay que
contestar: “ecce ego, quia vocasti me” –aquí estoy, porque me has llamado,
decidido a que esta vez no pase el tiempo como el agua sobre los cantos
rodados, sin dejar rastro. (Forja)
Vosotros y yo formamos
parte de la familia de Cristo, porque El mismo nos escogió antes de la creación
del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por la caridad,
habiéndonos predestinado como hijos adoptivos por Jesucristo, a gloria suya,
por puro efecto de su buena voluntad. (...)
La meta que os propongo
–mejor, la que nos señala Dios a todos– no es un espejismo o un ideal
inalcanzable: podría relataros tantos ejemplos concretos de mujeres y hombres
de la calle, como vosotros y como yo, que han encontrado a Jesús que pasa quasi
in occulto por las encrucijadas aparentemente más vulgares, y se han decidido a
seguirle, abrazados con amor a la cruz de cada día. En esta época de
desmoronamiento general, de cesiones y desánimos, o de libertinaje y anarquía,
me parece todavía más actual aquella sencilla y profunda convicción que, en los
comienzos de mi labor sacerdotal, y siempre, me ha consumido en deseos de
comunicar a la humanidad entera: estas crisis mundiales son crisis de santos.
(...)
Vida interior: es una
exigencia de la llamada que el Maestro ha puesto en el alma de todos. Hemos de
ser santos –os lo diré con una frase castiza de mi tierra– sin que nos falte un
pelo: cristianos de veras, auténticos, canonizables; y si no, habremos
fracasado como discípulos del único Maestro. Mirad además que Dios, al fijarse
en nosotros, al concedernos su gracia para que luchemos por alcanzar la
santidad en medio del mundo, nos impone también la obligación del apostolado. (Amigos
de Dios, nn. 2-5)
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