Gracias, Señor, por el don de la vida.
Porque, aun siendo viaje de relámpago
por la tierra,
ha merecido la pena contemplar, gustar y
sentir,
la belleza que tu mano creó aquel lejano
día.
Gracias, Señor, por la hermana muerte
que, de forma cruel o dulce, nos visita,
y nos recuerda que somos frágiles y no
yunques
que, tarde o temprano, nuestro cuerpo se
desmorona
pero, aquello que le sustenta, va a tus
brazos de Padre.
¡Viviremos para morir y vivir!
Porque en el morir, Señor, está la llave
del futuro vivir.
Desaparecerá la oscuridad y emergerá la
luz.
Se evaporarán las lágrimas y nuestros
ojos te verán.
Saltaremos del silencio, y cantaremos
tus maravillas.
Nos levantaremos del sueño, y proclamaremos
tu realeza.
¿Cómo no darte gracias, oh Señor, por tu
paso por este mundo?
Sin tu muerte, nuestra muerte sería
eslabones de por vida.
Sin tu resurrección, nuestra vida sería
caduca y sin respuesta.
Sin tu triunfo, nuestras conquistas
serían poca cosa.
¡Viviremos para morir viviendo!
Sabiendo que, más allá del duro madero
aguarda un cielo abierto por tu
Ascensión gloriosa.
Creyendo que, en tu Resurrección,
siempre habrá segura y certera respuesta
para la nuestra.
Amando, como Tú amaste,
para que, en el tomo final de nuestra
existencia,
puedas concluir: “mucho amaste y por
Dios te salvaste”.
¡Viviremos para morir viviendo!
Porque bien sabemos que a este mundo
nuestro,
vinimos de noche o de mañana a darnos un
breve paseo.
Porque, aunque lo olvidemos, a
esta tierra nuestra,
aterrizamos como lo hace un avión
para, luego, emprender otro vuelo más
alto y definitivo.
Porque en este suelo, de gozos y de
lágrimas,
hemos ido dejando sudores y esfuerzos,
fe, oración y confianza en Ti que tienes
la última palabra.
Por eso, con todos nuestros difuntos,
hoy más que nunca –mirando hacia lo
alto– confesamos:
¡Viviremos, con Cristo,
para vivir con Cristo y por Cristo en el
cielo!
Amén.
P. Javier Leoz
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