Tu llegada y, con mi esperanza renovada,
sepa aguardar e intuir tu presencia
salvadora.
Que nada ni nadie, Señor,
apaguen la lucidez de mi pensamiento
para Ti.
Que nada ni nadie, Señor,
adormezcan mis ilusiones por
descubrirte,
mis sueños de permanecer junto a Ti,
mis ideales de vivir contigo y en Tí.
Que no me queme, Señor,
por el fuego de la desesperanza,
por aquello que apaga el fuego de mi
amor,
por aquello que me impide presentarme
como Tú lo hiciste en el templo:
tocado con la Gracia y el dedo del
Padre.
¡Nada, Señor, me lo impida!
Y, porque soy más pobre de lo que
aparento,
te ofrezco dos tórtolas de mi pobreza.
Porque, aun siendo rico como a veces
quisiera,
la vida me enseña que ante Ti.
la penuria es puerta grande para
conocerte.
Que no piense tanto, oh Señor,
en cambiar el mundo cuanto en que Tú
me cambies a mí, primero, por fuera y
por dentro.
Que no crea, oh Señor,
que la luz divina la necesita el mundo
y sí, antes que después, mi corazón
incierto y roto.
No me canse, Señor, de esperar.
Tu llegada y tu luz, tu mensaje y tu
poder,
tu presencia y tu salvación,
hasta aquel día en el que cerrando los
ojos,
pueda proclamar a los
cuatro vientos:
¡Siempre has sido mi luz, Señor!
¡Siempre has sido mi luz, Señor!
P. Javier Leoz
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