A veces quedamos anclados en el pasado, inmovilizados por la pena ante lo sucedido. Una y otra vez nos lamemos la herida.
Ocurrió. Cometí ese pecado que tanto daño me hizo. Falté a una promesa dada. No ayudé a un familiar que me necesitaba. Traicioné la confianza de un amigo. O, simplemente, fui víctima de los actos que otros cometieron con una malicia que me llena de rabia.
Ocurrió. A veces quedamos anclados en el pasado, inmovilizados por la pena ante lo sucedido. Una y otra vez nos lamemos la herida. La pena domina nuestras almas.
Vivir así, con la mirada puesta en los errores pasados, puede llevarnos hacia la apatía y la desgana, hacia tristezas enfermizas, hacia reproches continuos hacia otros o hacia uno mismo.
Tenemos, sin embargo, un presente en nuestras manos y un futuro abierto a mil posibilidades. Miradas de amigos y familiares me invitan a dar un paso hacia adelante, sin dejarme apresar por las arenas movedizas de un pasado que no puedo cambiar.
Incluso Dios mismo me mira con un afecto particular, intenso. Me busca para lavar mis faltas. Me invita a perdonar a quien me haya traicionado. Me lanza a edificar mi vida no desde lágrimas amargas sino desde una esperanza que viene de lo alto.
Necesito dejar de lado actitudes malsanas que me arrastran a la pereza. Sólo entonces empezaré a vivir anclado en la esperanza.
Amanece un nuevo día. Dios me renueva su amor de Padre y me regala su gracia. Tomado de su mano puedo emprender esta jornada con el deseo de dar mi tiempo, mis cualidades y mi corazón al servicio de quien necesita a su lado una mano amiga y llena de esperanza.
Fuente: Catholic.net
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