Queda atrás ese día en el que María, la joven nazarena, dijo sí a la voluntad divina y encarnó en su vientre al Hijo de Dios, y ya se va acercando ese instante en el que sus ojos y los de José cruzarán por primera vez la mirada con el Verbo hecho carne.
En este camino, que es el Adviento, el alma se limpia y adecenta para que encuentre un limpio cobijo el Niño Jesús, y abre las puertas para dar morada a María y José.
El corazón siente cómo crecen las llamas del amor, un amor que, olvidado de este mundo, se recrea en la humildad elegida por Dios para nacer entre nosotros.
Ya va pensando María en ese sublime instante en el que de su vientre nazca Dios; ya está pensando cómo abrigarle y darle calor.
Ya está atento José para encontrar un digno lugar en el que María y el Niño descansen en paz.
Y ambos, María y José, van sintiendo cómo el Amor golpea en sus pechos, pues saben que ya está cerca esa hora en la que serán los primeros en ver el rostro humano de Dios.
Al igual que ellos, voy contando esos días que restan para celebrar ese nacimiento en el que Dios, el mismo Dios, se hizo visible y presente entre nosotros.
Y porque tanta grandeza supone un duro esfuerzo para la razón, desnudo mi alma y dejo, al igual que María y José, que sea Él quien me incendie de ese divino amor, el que me haga amar y creer que, como Él todo lo puede, pudo y quiso hacerse niño para estar más cerca de nosotros.
Ya queda poco, ya alma y corazón respiran los felices aires de esa noche en la que María y José tuvieron entre sus brazos al Niño Dios.
Ya siento, al igual que ellos, ese momento en el que mi alma se postra ante ese pesebre donde acaba de nacer, mientras mi corazón lo cubre a besos.
Ya se acerca esa bendita hora, voy limpiando mi alma para que Jesús encuentre un digno cobijo y voy ensanchando el corazón para dar morada a María, José y el niño.
Madre, España
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