Hubo un tiempo el que Dios era concebido como un misterio insondable, invisible y, por lo tanto, inaccesible al ser humano. Tan lejano que, el mero hecho de pensar en Él, causaba temor.
Solo nombrarle suponía una irrespetuosa osadía, pues el concepto que de Dios se tenía rozaba el umbral de una servil esclavitud en la que se temía más su castigo que el amor que les tenía.
Pero a pesar de esa imagen temerosa, enigmática y lejana, las personas tenían conciencia de su existencia, necesitaban de su ayuda, necesitaban sentirle próximo, requerían su presencia.
El mismo Dios tomó la iniciativa y quebró las escrupulosas imágenes que el ser humano de Él se había forjado y rompió esas peligrosas y erróneas cadenas que lo esclavizaban.
Entonces tuvo lugar el gran milagro de la Humanidad.
Ese Dios lejano se hizo hombre, nació del vientre de una mujer, creció en el seno de una familia y convivió con esos mismos que, aun tratándole con temor en la oración,…lo esperaban.
Y llegó ese día en el que Dios se hizo visible, esa noche en Belén donde nació un Niño, un Niño que era la imagen de esa divinidad lejana y escondida.
En Navidad celebramos, sí, la hora en la que Dios vino al mundo, esa hora en la que rasgó el enigmático velo con el que el ser humano lo había cubierto y pudimos ver el rostro humano de Dios.
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