“Un hombre preparó un gran banquete y convidó a mucha gente” (Lc 14,16). En ese gran banquete, comeremos alimentos finos, es decir los frutos que los hijos de Israel aportaron de la tierra prometida: racimos de uvas, higos, granadas. Racimos de uva de los que se extrae vino, que simboliza la alegría de los santos en la visión del Verbo Encarnado. El higo, el más dulce de todos los frutos, es la dulzura que los santos probarán contemplando la Trinidad. La granada, significa la unidad de la Iglesia triunfante y la diversidad de recompensas. (…)
El Señor nos llama a la Cena de la gloria celeste…El Señor de misericordia infinita, no llama solamente él mismo, sino también por los predicadores, de quienes en el evangelio se escribe “A la hora de cenar mandó a su sirviente que dijera a los invitados: Vengan, todo está preparado” (Lc 14,17). De hecho, después que Cristo fue inmolado, la entrada del reino es la Pasión de Cristo.
La Iglesia o el hombre justo que entró en la cena de la penitencia y va a entrar en la de la gloria dice (…): “El Señor fue mi apoyo, me sacó a un lugar espacioso, me libró, porque me ama” (cf. Sal 18 (17),19-20). El Señor, extendiendo sus brazos sobre la cruz, se hizo mi protector con su Pasión, me llevó a un lugar espacioso con el envío del Espíritu Santo, me libró de mis enemigos, porque ha querido que yo entrara en el banquete de la vida eterna.
Hermanos muy queridos, pidamos a nuestro Señor Jesucristo introducirnos en la cena de la penitencia y transferirnos de esta a la Cena de la gloria eterna. Él que es bendito y glorioso por los siglos de los siglos. ¡Amén!
San Antonio de Padua (1195-1231)
franciscano, doctor de la Iglesia
Sermón para el segundo domingo después de Pentecostés (Une Parole évangélique, Franciscaines, 1995), trad. sc©evangelizo.org.
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