Recurrimos a ti
en nuestras tribulaciones, bienaventurado José... a fin de que,
sostenidos por tu ejemplo y tu ayuda, podamos vivir santamente...
(Oración de León XIII a San José). Nuestros antepasados, sabiendo quizá
mejor que nosotros que Dios no es extraño a ningún detalle, por pequeño
que sea, de nuestro destino, se entretuvieron en estudiar el nombre de
José, observando que todas las letras que lo constituyen son iniciales
de virtudes primordiales del Santo: J, de justicia, O, de obediencia, S,
de silencio, E, de experiencia, P, de prudencia y H, de humildad. Tal
vez nos sintamos tentados a sonreír ante este candor que busca signos
providenciales hasta en las letras de un nombre, pero hay que reconocer
que esas virtudes caracterizaron, en efecto, el alma de José, tal como
la tradición cristiana las refiere y enumera.
Todas las perfecciones
evangélicas coexisten en su alma en admirable equilibrio, bajo el signo
de una serenidad que se nos muestra como emanación de la divina
Sabiduría.
La primera de las
virtudes que colocó en su vida en un lugar de honor fue la obediencia.
Siempre que el Evangelio nos habla de él es para mostrárnoslo en el
ejercicio de la misma: Así pues, levantándose, hizo todo lo que Dios le había significado.
«Levantarse», en el vocabulario de la Biblia, expresa la prontitud, la
docilidad y la energía con que uno se entrega a la tarea que acaba de
serle asignada.
José se nos aparece,
pues, como el servidor que Dios conduce fácilmente, como el centurión
del Evangelio al que se le dice «Ve», y él va, «Ven», y él viene, «Haz
esto», y lo hace. Los hombres aún no conocían el Padrenuestro y ya José
había pronunciado su frase central: «Padre, hágase tu voluntad». Había
comprendido que, para los seres creados, la verdadera sabiduría consiste
en vivir de acuerdo con su Creador, a semejanza del Hijo de Dios, que
al venir a este mundo se ofreció en oblación: Aquí estoy, Padre, para hacer tu voluntad.
Así, a cada consigna del cielo, se entrega a su cumplimiento como un
niño, es dócil a todas sus llamadas, rápido en responder a todos los
trabajos, a todas las pruebas, a todos los sacrificios. Ha puesto toda
su vida en manos de Dios: está siempre a la escucha, al acecho de sus
mandatos. No sabe adónde le conduce Dios, pero le basta con saberse
conducido por él. Jamás desfallece en su misión. No regatea, no
tergiversa, no objeta nada, no pide explicaciones. No se irrita, no se
queja cuando se le trata aparentemente sin miramientos y sólo se ve
iluminado en el último momento. No retarda el momento de entregarse. Va
hasta el fin en el cumplimiento de su deber sin dejarse intimidar por
nada.
La obediencia es propia
de almas fuertes y humildes. Sólo Dios podría medir la profundidad de la
humildad de José. Se sabía incomparablemente privilegiado por Dios, en
razón de su misión, y, sin embargo, no se siente aplastado por la
grandeza de su vocación, como tampoco piensa en envanecerse o en
reservarse un puesto en el gran misterio de la Encarnación que domina la
Historia; ni siquiera utiliza su título de padre adoptivo del Hijo de
Dios para destacarse y subirse en un pedestal. Allí donde otros hubiesen
caído en el orgullo, él, que tan a menudo ha meditado el Magníficat
de su esposa, se abaja más y más. En todo lo bueno que descubre en él
no ve más que un don gratuito de Dios y de su liberalidad. Sólo se
distingue de los demás por su profunda modestia y su discreción total.
Más todavía que Isabel, se dice: ¿De dónde me viene la dicha que supone el que mi Dios y su Madre se dignen habitar en mi casa? Y más también que Juan Bautista, añade: Es menester que Jesús crezca y yo disminuya.
Pone todo su empeño en servir a los designios de Dios y lo hace sin agitación, sin ruido, en un silencio tal que el Evangelio no nos transmite una sola palabra suya. En todas las situaciones singulares en que Dios le pone, permanece silencioso y tranquilo. Sabe que la tarea de un servidor no consiste en hablar, sino en escuchar la voz de quien le manda, y que el silencio es el ambiente propio de una vida que busca estar unida a Dios, conservar el contacto con él.
No tenemos por qué
lamentar no conocer ninguna palabra de José, pues su lección y su
mensaje son precisamente su silencio. Se sabe depositario del secreto
del Padre Eterno y, para mejor guardarlo sin que nada se transparente,
se envuelve él mismo en el secreto; no quiere que se vea en él más que
un obrero que trabaja duro para ganarse el pan, temiendo que sus
palabras obstaculicen la manifestación del Verbo.
Su desaparecer
silencioso no expresa tan solo su aceptación de los designios divinos;
es también un rendido homenaje a las magnificencias de Dios, la
expresión de su asombro frente a lo que ha querido hacer de él, un pobre
hombre que nada merece. Se reconoce tan repleto de dones que sólo el
silencio le parece digno de sus acciones de gracias. Las palabras le
faltan para expresar su anonadamiento ante el misterio que se desarrolla
en su casa. Necesita un recogimiento cada vez más profundo para meditar
todas las gracias cuyo recuerdo guarda en su corazón.
Hay quien no ve en José,
el silencioso, más que un pobre santo arcaico que vivió hace dos mil
años en un oscuro pueblo y que no tiene nada que enseñar a los hombres
de hoy. La realidad es, por el contrario, que muestra a nuestra época
--la cual no brilla precisamente por su modestia y su sumisión-- las
enseñanzas más urgentes y necesarias. Ningún modelo con más verdadera
grandeza. Actualmente no se estima más que la agitación, el ruido, el
oropel, el resultado inmediato. Falta fe en las ventajas y la fecundidad
del retiro, del silencio, de la meditación; esas virtudes primordiales
no aparecen ya más que como prácticas periclitadas, esfuerzos perdidos
para el progreso del mundo. Se rechaza todo lo que contraría un vulgar
aburguesamiento. Todo contribuye en nuestros días, a exaltar la
independencia de la persona humana y a reivindicar unos pretendidos
derechos. El gran sueño de muchos hombres es tener un nombre y cubrirse
de oropeles, obtener distinciones, subirse a un estrado, tener una
situación que obligue a los demás a inclinarse ante ellos.
José nos enseña que la
única grandeza consiste en servir a Dios y al prójimo, que la única
fecundidad procede de una vida que, desdeñando el brillo y las hazañas
pendencieras, se aplica a realizar consciente y amorosamente su deber,
por humilde que sea, sin buscar otra compensación que agradar a Dios y
someterse a sus designios, no teniendo otro temor que no servir bastante
bien. Servidor por excelencia es aquel que, olvidándose de sí mismo, no
vive más que para la gloria de su Señor y organiza toda su existencia
en función de esa gloria. No busca una actividad incesante, porque es
dentro de su alma donde no cesa de crecer su amor, siempre a la escucha
de la voluntad divina, en espera de la menor indicación para actuar.
El mensaje de José es
una llamada a la primacía de la vida interior, de la contemplación sobre
la acción exterior y la agitación; nos habla de la urgencia de la
abnegación, fundamento indispensable de toda fecundidad.
Nos enseña, finalmente,
que lo esencial no es parecer, sino ser; no es estar adornado de
títulos, sino servir, vivir la vida bajo el signo del querer divino y la
busca de la gloria de Dios.
Sobre la santidad incomparable de José, fulgurante de esplendores ocultos, planean las palabras que pronunció Jesús: Yo
te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado
esas cosas a los sabios y prudentes y se las has revelado a los humildes (Mt 11,25).
AUTOR: Michel Gasnier
TOMADO DE: Los silencios de San José, Cuadernos Palabra, nº 67, Palabra, Madrid 1980, cap. 30
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