Precioso testimonio sobre la comunión a divorciados
“Ayer aconteció algo tan extraordinario que no cejo en dar
gracias a Dios. Ayer domingo fui a misa con mi madre en Villafranca del
Penedés. Poco podía sospechar que iba a recibir un regalo tan poco
usual".
Entramos en la iglesia justo cuando acababa de empezar la celebración, todos los bancos estaban ocupados salvo uno. Mis ojos se posaron inmediatamente en la única persona que, solitaria, disponía de un largo banco sólo para él. Allí fui con mi madre y me senté al lado de aquel hombre, aproximadamente a un metro y medio de distancia. El hedor de su cuerpo se podía percibir perfectamente pues era, sin duda, un pobre mendigo. Su cabeza se erguía sobre un cuerpo frágil como si de un muñeco de alambre se tratara y su cara tenía la carne tan reseca y pegada al hueso que cualquiera diría que observaba una calavera. Su brazo derecho, como muerto, reposaba en cabestrillo. Al poco, otras dos personas se sentaron a su derecha y así el banco quedó completo.
Detenidamente observé cómo tenía un sobre cerrado donde había dispuesto su limosna para el cepillo y este hecho conmovió mi corazón. Supe que Dios le amaba; desde el primer momento lo supe, y por tanto yo también le amé.
Pero el Señor había de pedirme algo más. Al poco sentí cómo Jesús me hablaba y me pedía que cuando llegara el momento de la paz le diera un abrazo y dos besos de Su parte. Cierta reticencia me invadía pues ¡era tan fuerte el hedor! Tan pronto accedí en mi corazón dejé de olerlo.
En la consagración di gracias a Dios por dejarme estar al lado de ese hombre que tan cerca estaba de Cristo. Llegó el momento. Primero besé a mi madre y después giré mi cuerpo hacia él, que tendía hacia mi una mano flaca y enjuta. Me abalancé cuidadosamente hacia su cuerpo y dándole un abrazo le besé en las dos mejillas. ¡Qué inmensa alegría sentí! ¡era como besar al mismo Cristo!
Entonces le dije que le besaba porque me lo había pedido el Señor. Mi sonrisa se mezcló con la suya y con una voz rota me dijo que ya lo sabía porque lo sentía en su corazón. ¡Cómo explicar tanta felicidad!
Entonces me senté y seguí dando gracias a Dios. Hablaba con mi Padre Celestial mientras todos iban a comulgar, incluido él, que pasó delante mía. ¡Cuánto me gustaría Abba, que este hombre que está tan cerca de Jesús comulgase por mi! Y allí estaba, una vez más, mi Señor escuchando mi súplica. Inopinadamente, el hombre que ya estaba en la fila giró sobre sus pasos y volviendo hasta mi me preguntó:
-¿No vas a comulgar?.- Supe que era el mismo Señor el que me preguntaba y una inmensa luz iluminó mi alma.
-No puedo comulgar ¿querrás hacerlo tú por mi?
-Por supuesto, comulgaré hoy y todos los días de mi vida por ti. ¿Cómo te llamas?
-Mercedes
-Siempre me acordaré, Mercedes.
Y allí estaba yo sola en el banco mientras todos comulgaban y, sin embargo, más llena de Dios que nunca.
Al salir de misa allí estaba él de rodillas, mirada humillada, pidiendo en silencio. Me acerqué y le dije:
-Muchas gracias, ¿cómo te llamas?.
- Francisco, contestó.
Haciendo un esfuerzo se puso en pie para despedirme mientras me decía: ¡Me has hecho muy feliz con tu abrazo y tu sonrisa, me has hecho muy feliz! Pero era yo la que le daba gracias por haber querido comulgar por mi en ese domingo.”
Mi madre lo encontró dos veces más, le dijo que tenía una carta para mi y después dejó de verlo. Nunca recibí su carta. Estoy segura de que ha muerto, probablemente era un enfermo de sida por su aspecto, desdentado, cadavérico, su salud era muy precaria. Desde aquel día, en la Consagración siempre le tengo presente y le digo al Señor: “Te entrego a Francisco, ábrele las puertas del cielo, ten en cuenta en tu juicio el precioso acto de Amor que hizo conmigo”.
Porque pensé que era yo la que estaba allí para ayudarle y fue él quien me ayudó a mi a estar más cerca de Dios. Y así le llevo siempre en el corazón.
Mercedes (Madrid)
Entramos en la iglesia justo cuando acababa de empezar la celebración, todos los bancos estaban ocupados salvo uno. Mis ojos se posaron inmediatamente en la única persona que, solitaria, disponía de un largo banco sólo para él. Allí fui con mi madre y me senté al lado de aquel hombre, aproximadamente a un metro y medio de distancia. El hedor de su cuerpo se podía percibir perfectamente pues era, sin duda, un pobre mendigo. Su cabeza se erguía sobre un cuerpo frágil como si de un muñeco de alambre se tratara y su cara tenía la carne tan reseca y pegada al hueso que cualquiera diría que observaba una calavera. Su brazo derecho, como muerto, reposaba en cabestrillo. Al poco, otras dos personas se sentaron a su derecha y así el banco quedó completo.
Detenidamente observé cómo tenía un sobre cerrado donde había dispuesto su limosna para el cepillo y este hecho conmovió mi corazón. Supe que Dios le amaba; desde el primer momento lo supe, y por tanto yo también le amé.
Pero el Señor había de pedirme algo más. Al poco sentí cómo Jesús me hablaba y me pedía que cuando llegara el momento de la paz le diera un abrazo y dos besos de Su parte. Cierta reticencia me invadía pues ¡era tan fuerte el hedor! Tan pronto accedí en mi corazón dejé de olerlo.
En la consagración di gracias a Dios por dejarme estar al lado de ese hombre que tan cerca estaba de Cristo. Llegó el momento. Primero besé a mi madre y después giré mi cuerpo hacia él, que tendía hacia mi una mano flaca y enjuta. Me abalancé cuidadosamente hacia su cuerpo y dándole un abrazo le besé en las dos mejillas. ¡Qué inmensa alegría sentí! ¡era como besar al mismo Cristo!
Entonces le dije que le besaba porque me lo había pedido el Señor. Mi sonrisa se mezcló con la suya y con una voz rota me dijo que ya lo sabía porque lo sentía en su corazón. ¡Cómo explicar tanta felicidad!
Entonces me senté y seguí dando gracias a Dios. Hablaba con mi Padre Celestial mientras todos iban a comulgar, incluido él, que pasó delante mía. ¡Cuánto me gustaría Abba, que este hombre que está tan cerca de Jesús comulgase por mi! Y allí estaba, una vez más, mi Señor escuchando mi súplica. Inopinadamente, el hombre que ya estaba en la fila giró sobre sus pasos y volviendo hasta mi me preguntó:
-¿No vas a comulgar?.- Supe que era el mismo Señor el que me preguntaba y una inmensa luz iluminó mi alma.
-No puedo comulgar ¿querrás hacerlo tú por mi?
-Por supuesto, comulgaré hoy y todos los días de mi vida por ti. ¿Cómo te llamas?
-Mercedes
-Siempre me acordaré, Mercedes.
Y allí estaba yo sola en el banco mientras todos comulgaban y, sin embargo, más llena de Dios que nunca.
Al salir de misa allí estaba él de rodillas, mirada humillada, pidiendo en silencio. Me acerqué y le dije:
-Muchas gracias, ¿cómo te llamas?.
- Francisco, contestó.
Haciendo un esfuerzo se puso en pie para despedirme mientras me decía: ¡Me has hecho muy feliz con tu abrazo y tu sonrisa, me has hecho muy feliz! Pero era yo la que le daba gracias por haber querido comulgar por mi en ese domingo.”
Mi madre lo encontró dos veces más, le dijo que tenía una carta para mi y después dejó de verlo. Nunca recibí su carta. Estoy segura de que ha muerto, probablemente era un enfermo de sida por su aspecto, desdentado, cadavérico, su salud era muy precaria. Desde aquel día, en la Consagración siempre le tengo presente y le digo al Señor: “Te entrego a Francisco, ábrele las puertas del cielo, ten en cuenta en tu juicio el precioso acto de Amor que hizo conmigo”.
Porque pensé que era yo la que estaba allí para ayudarle y fue él quien me ayudó a mi a estar más cerca de Dios. Y así le llevo siempre en el corazón.
Mercedes (Madrid)
Testimonio publicado en la web de los Franciscanos de María
http://www.aleteia.org/es/religion/contenido-agregado/no-puedo-comulgar-querras-hacerlo-tu-por-mi-5839693203636224
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