Los integrantes de una
humilde familia hacían lo posible por ser felices, pero como eran tiempos
duros, a veces resultaba difícil. Bastaba con ver la fachada de su casa para
darse cuenta de que algo no iba bien.
Ya no se preocupaban
por limpiar las ventanas, ni cuidar el pequeño jardín que tenían al frente. La
cerca estaba totalmente desbaratada y la puerta principal ya no tenía pintura.
Un día, el hijo mayor
fue al mercado y mientras estaba allí, observaba con curiosidad a la gente
entusiasta que compraba.
Le llamó poderosamente
la atención un bello jarrón, en un pequeño puesto donde vendían artículos de
segunda mano. Al verlo, entusiasmado, buscó las pocas monedas que tenía en el
bolsillo; era lo justo que se requería para comprarlo, pero hacerlo significaba
que se quedarían sin dinero.
Pensó que no estaban
para derroches, pero era tan especial…
Además, a su mamá le
encantaría. El vendedor, mientras se lo envolvía, le dijo: “Disfrútalo y
cuídalo mucho, porque este jarrón es mágico”. Y en efecto, toda la familia se
entusiasmó con su compra, y nadie le reprochó que se hubiera gastado sus
últimas monedas en él.
Un día, al observar la
belleza del jarrón, el padre se dio cuenta de lo arruinada y descuidada que
estaba la sala. Así que sin pensarlo, entusiasta, buscó la brocha y un poco de
pintura que quedaba y en pocas horas dejó la habitación como nueva.
Cuando el segundo hijo
vio lo bien que quedó la sala, tomó un cubo con agua y jabón y lavó todas las
ventanas. Cuando el tercer hijo miró a través de estas, notó el terrible estado
en el que estaba el jardín, así que cortó el césped, quitó las malas hierbas y
removió la tierra.
El cuarto hijo, al ver
la tierra limpia, plantó semillas. Cuando llegó el verano,
la hija menor salió al
jardín y notó que habían florecido las margaritas; cortó algunas y se las llevó
a su madre para que las pusiera en el jarrón.
Cuando perdemos la
motivación, el entusiasmo y la alegría, caemos fácilmente en un estado de
abandono y apatía que se refleja en todas las áreas de nuestra vida. La mayoría
de las veces nos quedamos esperando a que alguien tome la iniciativa o que pase
un evento con la suficiente fuerza como para cambiar y mejorar nuestra
condición de vida, sin que tengamos que hacer algo para conseguirlo.
Nuestra felicidad no
depende de lo que tenemos o de lo que todavía no hemos podido conseguir. La
felicidad depende básicamente de nuestra actitud y de la forma de asumir e
interpretar la vida; no se experimenta afuera, sino adentro y cada uno de
nosotros puede recuperar la motivación y el entusiasmo necesarios
para construir su
propia felicidad.
Cuando nos sentimos a
gusto con nosotros mismos, disfrutamos cada cosa que hacemos, y aceptamos y
resaltamos los elementos positivos que tiene el lugar donde estamos,
experimentamos la felicidad, que no es otra cosa que ese sentimiento de
plenitud y de alegría interior.
Cuando abrigamos
sueños y trabajamos por la realización de los mismos; cuando tenemos metas,
aunque estas sean pequeñas y cumplimos con ellas, atesoramos la satisfacción
silenciosa de haberlas alcanzado a pesar de tantos obstáculos superados.
Muchas veces elegimos
ser infelices por causa de situaciones pequeñas e intrascendentes a las que
prestamos demasiada atención, permitiéndoles que nos afecten profundamente y
que nos hagan perder el equilibrio y la felicidad que teníamos. Dejemos de
prestarle atención a todo aquello que se presenta en forma negativa o diferente
a lo que esperábamos, tomemos la decisión de atender y mostrarle interés sólo a
todo lo bueno y lo grato que nos suceda cada día, aunque sea muy pequeño; de
esta manera podremos extender el bienestar y la alegría que nos permitirán
superar los momentos difíciles, y disfrutar más de la vida.
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