viernes, 1 de febrero de 2013
Que nadie tenga miedo a Dios.
Todos los hombres pecadores que se acercan con fe y confianza a los pies de Cristo comprenden que Dios les ama, acepta y les otorga su amor y misericordia, abriendo de esta manera la puerta a una nueva aventura: la vida en plenitud.
María Magdalena se postró a sus pies, lloró arrepentida y fue perdonada. Pedro después de negarle tres veces, dice el Evangelio que 'lloró amargamente'. Cristo vio su arrepentimiento y le perdonó. En cambio Judas (aún dándose cuenta de que había entregado sangre inocente) no confió en la misericordia divina, entró en la angustia y desesperación y se ahorcó.
La Misericordia de Dios es para todos, nadie queda excluido. En la revelaciones a Santa Faustina, Jesús le dice: "Ningún pecado, aunque sea un abismo de corrupción agotará mi Misericordia. Aunque el alma sea como un cadáver en plena putrefacción, y no tenga humanamente ningún remedio, ante Dios sí lo tiene".
Hemos de colocarnos debajo de la cruz y esperar a que -por su gran misericordia- el costado de Cristo sea traspasado de par en par. De ahí brotará la sangre y el agua que purifica y lava nuestra alma. Longinos le traspasó el costado y el torrente de gracia que recibió fue tan fuerte que se convirtió. Nosotros somos 'empapados' por el torrente de gracia en el sacramento de la penitencia.
Que nadie tenga miedo a Dios. En todo caso, el único miedo que puede sentir el hombre (respecto a Dios) es el de perderle para toda la eternidad. Para meditar más profundamente el misterio de la Misericordia Divina, pensemos repetidamente en la Pasión de Cristo. Los efectos serán tan beneficiosos para nuestra alma que solo en el cielo podremos comprender tal magnitud.
Dios nos siga bendiciendo.
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