Cuando los que amamos nos piden algo,
le agradecemos de habérnoslo pedido.
Si le agradara, Señor, pedirnos una sola cosa
en toda nuestra vida, estaríamos maravillados,
y haber hecho una sola vez tu voluntad
sería el gran acontecimiento de nuestro destino.
Pero, porque cada día, cada hora, cada minuto,
pone en nuestras manos tal honor,
lo encontramos tan natural, que estamos blindados,
que estamos cansados de eso.
Si comprendiéramos a qué punto es impensable su misterio,
estaríamos estupefactos
de poder conocer estas chispas de su voluntad,
que son nuestros minúsculos deberes.
Estaríamos deslumbrados al conocer,
en esta inmensa tiniebla que nos reviste, los innombrables,
precisas, personales luces de su voluntad.
Estamos todos predestinados al éxtasis,
todos llamados a salir de nuestras pobres combinaciones,
para surgir, hora tras hora, en su plan.
Jamás somos dejados rezagados,
sino que somos bienaventurados llamados,
llamados para saber lo que le agrada hacer,
llamados para saber lo que espera cada instante de nosotros:
de gente que le son algo necesarios,
de gente de los que los gestos le harían falta
si refutáramos de hacerlos.
Venerable Madeleine Delbrêl (1904-1964)
laica, misionera en la ciudad.
La alegría de creer (La joie de croire, Seuil, 1968), trad. sc©evangelizo.org
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