Confianza y amor,
hijita mía, confianza y amor en la bondad de nuestro Dios. Tú sufres, pero
anímate, que tu sufrimiento es con Jesús y por Jesús; y no es un castigo sino
una prueba para tu salvación. Convéncete, pues; yo te lo aseguro de parte del
Señor: en tus dolores está Jesús, y además en el centro de tu corazón; tú no
estás separada ni lejos del amor de este Dios tan bueno. Experimentas en ti la
delicia del pensamiento de Dios; pero sufres aún al estar lejos de
poseerlo plenamente y al verlo ofendido por las criaturas desagradecidas. Pero
no puede ser de otro modo, hijita mía; quien ama, sufre; es la norma constante
para el alma que peregrina en esta tierra; el amor no plenamente satisfecho es
un tormento, pero tormento dulcísimo. Tú lo experimentas. Continúa sin temor,
hijita mía, envolviéndote en este misterio de amor y de dolor al mismo tiempo,
hasta que le plazca a Jesús. Este estado es siempre temporal; vendrá la divina
consolación, completa, irresistible. En este estado de aflicción, continúa, mi
buena hijita, rezando por todos, sobre todo por los pecadores, para reparar
tantas ofensas como se hacen al divino Corazón. Me parece que tú un día te
ofreciste víctima por los pecadores; Jesús escuchó tu plegaria, aceptó tu
ofrenda. Jesús te ha dado la gracia de soportar el sacrificio. Pues bien,
¡adelante todavía un poco más!; la recompensa no está lejos.
(9 de abril de 1918,
a Maria Gargani, Ep. III, 312)
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