26 de junio
Al día siguiente, jueves, 26 de junio, celebró misa a las ocho de la mañana, ayudado por don Javier Echevarría. Era la misa votiva de Nuestra Señora, en cuya colecta el sacerdote pide «la perfecta salud del alma y del cuerpo». Su lectura debió removerle de modo muy particular ese día, porque las últimas palabras que anotó en una ficha de su agenda, a pesar de sabérselas muy bien de memoria, fueron las palabras finales de esta colecta: «a praesenti liberari tristitia et aeterna perfrui laetitia». Para que libres de las tristezas actuales, disfrutemos para siempre de la alegría que no acaba.
A las nueve y media, acompañado de don Álvaro, don Javier, y el arquitecto Javier Cotelo, salía en automóvil hacia Castelgandolfo, donde le aguardaban sus hijas. Al dejar Villa Tevere comenzaron a rezar los misterios gozosos del rosario. El viaje se alargó a causa de unas obras en la calzada. Durante el trayecto comentó que tal vez pudiera visitar, esa misma tarde, el oratorio de Nuestra Señora de los Ángeles en Cavabianca.
Llegados a Villa delle Rose, el centro de Castelgandolfo, entró en el oratorio, permaneciendo unos momentos de rodillas. Después se reunió en tertulia con sus hijas, en la sala de estar. Había en ese soggiorno un cuadro de la Virgen que apoyaba delicadamente su rostro en la cabeza del Niño, atrayéndolo hacia sí, y sujetando grácilmente, entre los dedos de la otra mano, una rosa de color pálido.
Al día siguiente, jueves, 26 de junio, celebró misa a las ocho de la mañana, ayudado por don Javier Echevarría. Era la misa votiva de Nuestra Señora, en cuya colecta el sacerdote pide «la perfecta salud del alma y del cuerpo». Su lectura debió removerle de modo muy particular ese día, porque las últimas palabras que anotó en una ficha de su agenda, a pesar de sabérselas muy bien de memoria, fueron las palabras finales de esta colecta: «a praesenti liberari tristitia et aeterna perfrui laetitia». Para que libres de las tristezas actuales, disfrutemos para siempre de la alegría que no acaba.
A las nueve y media, acompañado de don Álvaro, don Javier, y el arquitecto Javier Cotelo, salía en automóvil hacia Castelgandolfo, donde le aguardaban sus hijas. Al dejar Villa Tevere comenzaron a rezar los misterios gozosos del rosario. El viaje se alargó a causa de unas obras en la calzada. Durante el trayecto comentó que tal vez pudiera visitar, esa misma tarde, el oratorio de Nuestra Señora de los Ángeles en Cavabianca.
Llegados a Villa delle Rose, el centro de Castelgandolfo, entró en el oratorio, permaneciendo unos momentos de rodillas. Después se reunió en tertulia con sus hijas, en la sala de estar. Había en ese soggiorno un cuadro de la Virgen que apoyaba delicadamente su rostro en la cabeza del Niño, atrayéndolo hacia sí, y sujetando grácilmente, entre los dedos de la otra mano, una rosa de color pálido.
"La Virgen del Niño Peinadico”
Le habían preparado un sillón, que el Padre cedió a don Álvaro, ocupando una silla, y les dijo: Tenía muchas ganas de venir. Estamos terminando estas últimas horas de estancia en Roma para acabar unas cosas pendientes, de modo que ya para los demás no estoy: sólo para vosotras.
Les recordó la pasada fiesta de la víspera, 25 de junio, aniversario de la ordenación de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, y el que otros cincuenta y cuatro se iban a ordenar en breve. ¿Les parecían muchos? Pocos eran. Las necesidades apostólicas los absorberían rápidamente.
Como os digo siempre, esta agua de Dios que es el sacerdocio, la tierra de la Obra la bebe corriendo. Desaparecen enseguida. Vosotras tenéis alma sacerdotal, os diré como siempre que vengo por aquí. Vuestros hermanos seglares también tienen alma sacerdotal. Podéis y debéis ayudar con esa alma sacerdotal, y con la gracia del Señor y el sacerdocio ministerial en nosotros, los sacerdotes de la Obra, haremos una labor eficaz.
Discurría plácida y amena la conversación, con anécdotas y recomendaciones. A los veinte minutos se sintió indispuesto. Se cortó. Le venían mareos. Y tuvo que retirarse a descansar unos minutos. Como no se reponía del todo, se despidió, rogándoles que le perdonasen las molestias causadas.
Eran las once y veinte.
Por el camino más corto enfilaron la ruta de regreso a Roma. Apretaba el calor, y a ello atribuía el Padre su malestar. No hubo atascos a la vuelta, entraron en Villa Tevere unos minutos antes de las doce. Salió el Padre del auto con soltura y semblante risueño. Nadie sospechaba otra cosa que una ligera indisposición.
Pasó por el oratorio e hizo su acostumbrada genuflexión: devota, pausada, con un saludo al Señor sacramentado. Inmediatamente se dirigió al cuarto de trabajo. Don Javier, que se había quedado atrás, para cerrar la puerta del ascensor, oyó que el Padre le llamaba desde dentro. Acudió. No me encuentro bien, le dijo con voz débil. Acto continuo se desplomó.
Fuente:www.es.josemariaescriva.info
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