Me he perdido muchas veces en esta vida breve y confusa que caracteriza a los humanos. Permití que una pasión innoble dominase mi alma. Dejé crecer a la soberbia hasta el absurdo. Di espacio a la envidia en mi corazón. Preferí la pereza al trabajo serio. Me ahogué en el capricho de lo inmediato y renuncié a ayudar a mi hermano.
Si miro mi vida, ¡cuánto tiempo perdido, cuánto amor derramado, cuánto egoísmo!
El desaliento, muchas veces, entró en mi alma. En vez de correr hacia ti, me encerré en mí mismo. Preferí escuchar música, o hacer deporte, o salir con los amigos. Perdí mi tiempo, pues dejé de lado al verdadero Médico y no busqué la única terapia que perdona los pecados.
Tú lo sabes mejor que yo, Dios mío. Te he fallado. Quizá incluso en unas horas el pecado volverá a conquistar mi pequeño corazón. Y en otras horas volveré a llorar, casi desesperado, al verme tan miserable y tan ruin.
Pero mis lágrimas no sirven si no me llevan a tus brazos, si no me impulsan al Sacramento de la Penitencia, si no me abren a la esperanza. Porque hay lágrimas que no son según Tu Corazón, sino según mi egoísmo; lágrimas que me ahogan en quejas inútiles y me alejan de la esperanza.
Existen, lo sé, otras lágrimas que te agradan, que Tú suscitas y que Tú acoges. Lágrimas según Dios, que llevan al cambio, a los propósitos que son verdaderos, a la confianza sincera en tu gracia, al arrepentimiento y a la confesión de mis pecados (cf. 2Cor 7,9-10).
Concédeme, Señor, lágrimas buenas. Quizá no saldrán de mis ojos, pero al menos, desde lo más íntimo de mi alma, me permitirán reconocer que Tú nunca has dejado de estar a mi lado, que anhelas mi regreso todavía, que me das fuerzas para reemprender el camino del amor y la esperanza.
Fuente:Periodismo católico
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