Si uno es pecador, no es humildad reconocerlo. Existe sin embargo humildad cuando quien tiene conciencia de haber realizado grandes cosas no por ello concibe una alta idea de sí mismo; cuando se parece a san Pablo hasta el punto de poder decir: “Mi conciencia nada me reprocha” (1 Co 4,4), o: “Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y el primero soy yo” (1 Tm 1,15). En esto consiste la humildad: a pesar de la grandeza de nuestros actos, estimarnos en poco en nuestro espíritu.
Sin embargo Dios, por razón de su inefable amor a los hombres, no sólo acepta al que se humilla de esta manera, sino también a los que confiesan francamente sus faltas, y se muestra favorable y benévolo con los que tienen tal disposición. Para que te des cuenta de lo bueno que es no tener una alta idea de sí mismo, represéntate dos carros. Engancha a uno la virtud y el orgullo, al otro el pecado y la humildad. Verás que el tiro del pecado adelanta al de la virtud, no precisamente por su propio poder, sino por la fuerza de la humildad que le acompaña, y aquella se queda atrás no por la debilidad de la virtud, sino por el peso y la enormidad del orgullo.
San Juan Crisóstomo (c. 345-407)
presbítero en Antioquía, después obispo de Constantinopla, doctor de la Iglesia
Sobre la naturaleza incomprensible de Dios 5, 6-7 ; PG 48, 745.evangelio.org
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